Sigmund Freud tuvo el mérito y el valor de buscarle las vueltas a la mente humana en el terreno vedado de la sexualidad. Y lo hizo en la conservadora y ajetreada capital del Imperio Austrohúngaro, Viena, ciudad que ahora se enorgullece del psiquiatra más famoso de todos los tiempos. El pasado año, en 2009, se cumplieron 70 años de su muerte.
Este galimatías que es la mente humana
aún está por resolver. Han de ser todavía muchas las indagaciones
filosóficas y científicas, por dentro y por fuera de lo genético y lo
adquirido, para llegar ahí dentro y descubrir lo que sea, un puro baile
químico o acaso el alma. Quién sabe. Ahora conocemos -y, a medida que
aprendemos a pensar y sentir sin tanta losa moral y opaca convención,
más lo confirmamos- que no se trata sólo de nosotros sino también de los
"super nosotros". La teoría de la dimensión del superyó y el inconsciente es una luz que ilumina el laberinto.
Parece todo tan lógico y, sin embargo, qué gran hazaña que tan
irreverente interpretación se le ocurriese a un señor en la imperial y
ampulosa Viena de principios del siglo XX. Siempre discutidas pero
siempre vigentes, las teorías elucubradas por Freud fueron
una valerosa innovación en su momento y marcaron un antes y un después
en el devenir del pensamiento cultural, intelectual, científico y
cotidiano del mundo contemporáneo. Viena es efectivamente el entorno y
el trasfondo de esta revolución del enfoque de la vida. Tuvo el
psiquiatra con la capital del Imperio Austrohúngaro una relación
ambivalente, de desapego y extrañeza y a la vez de lugar esencial, que
quizás dirimiese el esquema de su investigación, esa búsqueda del otro
lado de las cosas. Era y no era vienés. Sigmund Freud vino al mundo el 6 de mayo de 1865 en Freiberg, localidad ahora llamada Pribor y situada en la Moravia checa.
Era el hijo mayor del tercer matrimonio de su padre, Jacob, que
regentaba un comercio de lanas. Por ahí podría encauzarse su ulterior
polemización de los lazos familiares: con cinco hermanas, dos hermanos y
dos medio hermanos, su ambiente infantil parece haber sido más bien
movidito. Además, cuando él tenía tres años, se mudaron a Leipzig y un
año después a Viena. Todo sin descuidar la educación tradicional judía y en medio de la católica capital imperial, donde los Freud, como tantos judíos
y otros emigrantes de la Europa del Este, eran zugeraster, vocablo
dialectal con el que los vieneses se referían a los llegados de "fuera".
En oleadas acudían a instalarse en una ciudad que se apresuraba a
reinventarse para dejar de ser burgo medieval y estar a la altura del
supuesto brillo de un imperio, en realidad muy forzado, anquilosado en
burocracias infinitas y rebosante de tensiones por doquier.
La grandeza de Viena
El pequeño Sigmund verá crecer el sueño de grandeza vienés. Cuando su
familia llega a la capital acaba de iniciarse la construcción del
Anillo, amplia avenida en forma de herradura en torno al casco antiguo
donde se despliega el fulgor arquitectónico del momento. Excelencias
neoclásicas y modernistas para edificios fundamentales: parlamento,
ayuntamiento, universidad, teatro nacional, sede de la bolsa, ópera,
museos de arte e historia. La lenta materialización de la suntuosidad
del reino del emperador Francisco José es el paisaje cotidiano de su
existencia, encauzada hacia la medicina en la universidad ya en 1873. Su
formación pasaría también por el Instituto de Zoología de Carl Claus de Trieste y por el hospital de la Salpêtriere de París, gracias a sendas becas que completaron su buen recorrido académico. Después de iniciar su dedicación a la neurofisiología en
el Instituto de Fisiología de Ernst von Brücke, en 1882, comienza a
trabajar en el Hospital General de Viena y en 1886 abre su consultorio
particular.
Ese mismo año se casa con Martha Bernays, originaria de
Hamburgo, a la que había conocido cuatro años antes y con quien tuvo
cinco hijos. Volvería a París en 1889, para asistir al Primer Congreso Internacional de Hipnotismo, y dos años después se mudó con su familia a la que hoy es su casa museo en Viena, en el número 19 de la calle Bergasse.
Lograría pronto cierto renombre como curador de la histeria, patología que ilustró en su ensayo Estudios sobre la histeria (1895). Cada vez más interesado en "las enfermedades de los nervios", se fue alejando de la neurología a la vez que llevaba a cabo su "autoanálisis",
de cuya evolución da cuenta la correspondencia que mantuvo con un
otorrinolaringólogo berlinés, Wilhelm Fliess, autor de raras teorías sobre la relación entre la mucosa nasal y los órganos genitales.
En 1902, el emperador ratifica su título como profesor extraordinario y
dan comienzo las reuniones todos los miércoles de la Sociedad
Psicológica, origen de lo que sería el movimiento psicoanalítico
internacional, oficializado con la creación de la Sociedad
Psicoanalítica de Viena y el Congreso de Salzburgo.
Se puede
decir que a partir de este momento la vida de Freud y la del movimiento
creado por él son una misma. Se unen nombres a la novedosa corriente, como Jüng, que creará filial en Zúrich; y todos, al principio muy entusiasmados y acordes, crean la publicación Anuario
de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas. Duraría poco la
buena sintonía en el terreno tan ambiguo e ilimitado del nuevo ideario, y
Freud acabaría rompiendo con muchos de sus acólitos, Jüng incluido.
Se tambalean las cosas pero siguen hacia adelante, a pesar también del
fantasma de la decadencia definitiva que se cierne sobre la entelequia
austrohúngara durante la Primera Guerra Mundial.
Su mundo acosado despierta en el psiquiatra el sentimiento del lugar al
que en realidad pertenece, y escribe: "Quizás por primera vez en 30
años me siento austriaco y me gustaría dar una oportunidad a este
imperio poco prometedor". La ciudad que había perfilado su existencia
iba a dejar pronto de ser importante. Atrás quedarían los días de
gloria, de denso e intenso ambiente social, entre las veleidades
estéticas de la aristocracia vienesa y el bullir intelectual de las
clases medias, entre los movimientos obreros y la gestación de lo que
después sería el nazismo.
Los judíos no dejaban de ser "emigrantes", tan integrados por su buena
progresión económica como rechazados por ese mismo motivo y por dar
pensadores tan particulares y críticos como Freud. Un verdadero escándalo fueron sus teorías sobre la sexualidad, y más aún referida a los niños, para los clanes católicos que regían la ciudad.
El ilustre psiquiatra no era judío practicante y no dejaba a su mujer
encender las tradicionales velas en viernes por la noche, como a ella
le hubiese gustado, pero tampoco repudió su ambiente religioso de
origen. De hecho fue miembro de una asociación cultural judía llamada B?nai Brith,
para la que dio frecuentes discursos. Fue una de las tantas actividades
que tuvo que abandonar cuando en 1923 se vio afectado por un cáncer del maxilar superior,
que le haría pasar por unas 30 operaciones y que le obligaría a usar
dolorosas prótesis. En tales condiciones se hallaba cuando los nazis
invadieron Austria en 1938 y su propia hija Anna, su eterna cuidadora y
posterior continuadora de sus teorías centradas en la psicología
infantil, estuvo detenida varias horas. Será su alumna Marie Bonaparte,
sobrina bisnieta de Napoleón, con el apoyo del mismísimo presidente
americano Roosevelt, quien logre convencerlo de abandonar la capital
austriaca e instalarse en Londres, lejos del acoso nazi. Allí moriría un
año después, en su casa de Hampstead, hoy sede del Museo Freud, donde
se exhibe el célebre diván de su consulta vienesa, inspirador de todo un
estilo de ritual médico.
Se iba el personaje pero permanecía la obra. Él mismo había dicho que era autor de la tercera gran humillación de la humanidad: la primera había sido saber por Galileo que no era centro del universo, la segunda descubrir por Darwin que no era culmen de la creación y la tercera haberse enterado por sus escritos de que los hombres no eran siquiera dueños de su mente.
La relevancia de su legado y las repercusiones de sus descubrimientos
siguen presentes de una u otra manera en las consultas psicológicas de
todo el mundo y también en la vida cotidiana, donde la palabra
"freudiano" es lugar común de conversación en casi todos los idiomas. Ha
dado fruto, sin duda, el ahínco que el buen Sigmund puso en su trabajo
incesante y enardecido, siempre muy pendiente de trasmitirlo en libros
como Proyecto para una psicología científica (1895), Psicopatología de la vida cotidiana (1904), Tres ensayos para una teoría sexual (1905), Más allá del principio del placer (1920), El Yo y el Ello (1929), Inhibición, síntoma y angustia (1926), El porvenir de una ilusión (1927) o Malestar en la cultura (1930).
Todos sus escritos reflejan la dimensión de su pensamiento y su prolijo
cuidado al comunicarlo, presente incluso en los sonoros y atractivos
títulos. Así definió el "complejo de Edipo" o desentrañó el misterio de la neurosis, que osó ligar a traumas sexuales, de los que también descifró símbolos en los sueños
y en los "actos fallidos". Y ya no podía parar: el esquema psicológico
que había descubierto no tenía por qué limitarse a lo individual, y fue
comprobando cómo residía también en la religión, la cultura e incluso el
arte. Por todos lados salían a relucir sus candentes nociones de represión, o líbido, o inconsciente, o surperyó, o todos revueltos.
A tanto vértigo de planteamientos y creencias tuvo que darle mil
vueltas durante sus diarios paseos por el Anillo, esa Viena monumental
que había crecido con él, en los que a menudo se cruzaba con Adolf
Hitler, joven artista mediocre y amargado por haber sido rechazado en la
Academia de Arte. Era Freud hombre metódico y de costumbres imperturbables.
A la 1 en punto pasaba de la consulta al comedor en su casa de la calle
Berggasse. Allí ya estaba servido el menú, elegido por su mujer siempre
muy al gusto del psiquiatra: a menudo ternera y verduras de temporada,
preferiblemente espárragos, alcachofas o maíz. Repudiaba la coliflor y
evitaba el pollo. Exactamente a las 2 se ponía uno de sus pocos abrigos
(no gustaba de gastar dinero en ropa) y dejaba su gris vecindario para
caminar unos tres kilómetros a lo largo del Anillo y otras calles.
El ritual diario pasaba a veces por el Museo Histórico del Arte,
donde la parafernalia expuesta, ya fuera egipcia, griega o romana, no
dejaba de alimentar su deleite en las antigüedades. Muchos días acababa
pasándose por alguna tienda del ramo para adquirir algún pequeño tesoro
que, con entusiasmo de niño, llevaba al hogar y colocaba debidamente en
su enorme colección casera, que ahora se exhibe en su casa museo de
Londres. Algún paciente comentó que su despacho más parecía un santuario
que una consulta. Era asimismo el decorado que seguramente
desconcentraba a los asistentes a las reuniones de la Sociedad
Psicoanalítica de los miércoles. Menos mal que después se despejarían en
el café Landtmann, toda una institución social situada en el Anillo y
donde Freud acudía con frecuencia tras sus paseos diarios. En el
neoclásico local, hoy objetivo obligado de turistas, siempre se sentaba
en el mismo lugar, con vistas a la gran avenida, delante de un café solo
y sosteniendo uno de sus interminables cigarros. La adicción al tabaco
era también un rito en sus visitas a otros cafés en boga, como el
Griensteidl o el Central, cita de intelectuales de clase media, con
atmósferas difusas de humo y de mil ideas.
Lejos de la vida social vienesa
No era en realidad Sigmund Freud una
persona mundana y rehuía la cascabelera vida social de la Viena que se
celebraba a sí misma. Acaso por no ser vienés puro prefería la verde
periferia, allá donde la ciudad era y no era. Así que paso firme en las
calles, muy consciente de dónde se dirigía, que acaso fuera la editorial
Franz Deuticke, en Helferstorferstrasse, donde los 600 ejemplares de la
primera impresión de La interpretación de los sueños tardaron 13 años
en venderse.
Hoy la librería, como en tiempo de Freud, sigue siendo lugar
recomendado para libros viejos y raros. Otro de sus destinos habría de
ser la flamante sede de la universidad en el Anillo, que rememora al
ilustre estudiante y profesor en un busto de mármol sito en su patio
central. Aunque, al no estar el neorrenacentista edificio aún terminado,
su graduación tuvo lugar en la vieja universidad, construcción barroca
en Dr. Ignaz Seipel Platz, ahora ocupada por la Academia Austriaca de Ciencias.
Siguen cumpliendo su función las instalaciones del Hospital General, en
Alserstrasse, donde ejerció hasta 1885, aunque no por eso deja de ser
avistado desde fuera y con ferviente curiosidad por los turistas
enconadamente freudianos. Rastreando la vida de su héroe, estos
entregados seguidores no dejarán de visitar el parque que lleva su
nombre y le rinde honores en un monumento donde se puede leer una de las
jugosas frases del maestro: "La voz de la razón es suave".
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