Hace 18 años, varios meses después de llegar a Venezuela,
tuve que buscar desesperadamente un apartamento para mi compañero, mi
hijo de 3 años y yo. Y un día, al fin, encontré una posibilidad que nos
permitiría algo de paz. El apartamento me lo mostraba la administradora,
a la que le dije que estaba interesada y me preguntó: ¿En qué
trabajas?, Soy actriz… le dije….
Y de inmediato me gritó: ¡Ah, no! , ¡yo no hago tratos ni con artistas, ni con militares! No puedo describir con claridad la desolación que sentí en un instante y cómo aquella respuesta me catapultó al epicentro del juicio y la descalificación.
¿Ni artistas ni militares?… pensé… ¿Qué significa eso? ¿Es que ser actriz
me convierte en desechable? Mis lágrimas fluían solas y, como pude, le
pregunté por qué me decía eso, a lo que ella respondió que “ambas
profesiones tenían muy mala reputación”.
…Bueno le dije yo no sé de militares, pero no tengo por qué dudar de
que sean buenas personas. Tampoco sé cuál habrá sido su experiencia con
los artistas, pero yo le voy a contar la mía: yo llevo meses trabajando
en este país, vine con mi hijo de 3 años, porque me enamoré de un venezolano y ahora no tenemos dónde vivir.
Han sido unos meses duros, sin casa y sin familia.
Sin embargo, este calvario se me ha hecho soportable gracias a mis compañeros de trabajo.
Usted sabe de quiénes le hablo, porque debe haberlos sintonizado alguna
vez a las 9 de la noche y, por alguna razón que no comprendo, ahora
usted los juzga con tanta facilidad. Ellos me han dado cobijo y apoyo.
Ellos han cuidado a mi hijo.
Ellos me han hecho sentir que éste es un buen país, en el que puedo llegar a sentirme en casa. De ellos he recibido amigabilidad y respeto a pesar de
ser una “recién llegada” y de ser, potencialmente, una competencia. No
sé qué experiencia ha tenido usted con los artistas, pero la mía me
permite confiar en el ser humano, a pesar de saber que existen personas
como usted.
Ese día marcó mi vida en Venezuela, porque entendí que mi valor e integridad personal dependían también de la opinión que se tuviera de mi profesión.
Pronto supe que al estigma de ser actriz tenía que agregarle el “detallito” de haber nacido en Cuba. Pero gracias a aquel incidente con aquella señora y al apoyo incondicional de mis compañeros, pude sobrevivir a otros eventos mucho más dolorosos.
Pude sobrevivir, por ejemplo,
a la prohibición de mi participación en la TV venezolana, una vez que
me negué a declarar en contra de mi país, condición que me exigió la
productora que me contrataba, para continuar trabajando en ella. En
esos largos años, mis compañeros y mi gremio me salvaron. José Ignacio
Cabrujas se negó a sacarme intempestivamente de la novela en la que
estaba participando, según la orden que le dieran las autoridades de la
empresa.
Gracias a él, a quien no había visto nunca en persona, terminé su novela y la compensación de su respeto, me sirvió para retirarme con dignidad de un lugar en el que pretendieron que me traicionara a mí misma.
Tres largos y destructivos años después, en los que, sin poder
trabajar, mi depresión arrasó hasta con mi relación de pareja, Radio
Caracas Televisión, específicamente Cesar Bolívar, Gerente de
Dramáticos en esa época, se impuso al veto que me impedía hacer
televisión y junto con Fausto Verdial, me entregaron el personaje que me
salvó de tanto desánimo. Libertad se llamaba y eso fue lo que sentí en
toda la magnitud de la palabra.
Nunca olvidaré ese personaje, porque le entregué mis entrañas y me
expresé a través de ella. Cada gramo de mi cuerpo vibró en una defensa
entrañable de mí misma. Gracias a ella, tuve el privilegio de conocer y
adorar a Mariano Álvarez, paradigma de la integridad y virtuosismo
profesional y que se convirtió, junto con su familia, en la mía propia.
Gracias a ese veto, gracias a todo lo que me quitaron, pude ganar algo tan valioso.
Pude sobrevivir, también, a la vejación que sufrió mi hijo,
cuando con 11 años, sus compañeros lo abuchearon a coro, en el patio de
su colegio, gritándole: “cubano, marico, huevón… se va, se va, se va”.
Este evento lo sobrevivimos juntos y con altura, entre otras cosas,
porque teníamos el respaldo de una familia elegida, gloriosamente
representada por Elba Escobar y su hijo Simón, que se hermanaron con
nosotros y nos ayudaron a comprender que un país quebrado sangra por
lugares insólitos.
Con ellos lloramos por este país, cada vez más nuestro.
He estado en la boca del dragón y de mí se ha dicho que he habitado
la cama de personajes ilustres o lamentables, según se mire el daño que
se haya querido hacer. He hecho personajes duros y terribles y hay
quienes han atribuido a mi carácter o a mi personalidad, algunas de sus
actitudes extremas, pero siempre he pensado que eso forma parte del
juego. He sido presionada a expresarme a favor de la
conveniencia de la opinión que estuviera sobre el tapete y me he
mantenido íntegra, con la conciencia de mis principios y la memoria de
los valores con los que crecí, porque ellos me otorgan el derecho a
expresarme en un ambiente de amor, si es eso lo que quiero para mí. He cuidado
mi vida privada, con tranquilidad y sin aprovecharme, jamás, de aquello
que pudiera alimentar ni chisme, ni centimetraje alguno. He concedido
entrevistas a periodistas serios y respetables y me han tratado sin
favoritismos pero con respeto y consideración y jamás he recibido
ninguna queja ni de mi trato, ni de mis opiniones, todo lo contrario.
Resumiendo, he recibido vejaciones que he podido superar, porque me
ampara la opinión que tengo de mi misma y porque sé muy bien el delicado
lugar que ocupo. Me he fortalecido con cada momento difícil y he
crecido con cada experiencia.
Pero nunca me sentí tan triste y humillada como ahora, cuando el mismo canal que me contrata, como un talento de excelencia, no solamente permite
que se me maltrate, sino que propicia que se me acuse públicamente de
irrespeto hacia mis compañeros y de actitudes impropias de mí.
Nada que haya vivido se compara con esta sensación de soledad e
intemperie que me invaden. Me siento miserable ante los ojos de mis
compañeros y ante el público que me saluda en la calle. Me siento
indigna de su afecto y eso es más de lo que pueda soportar, porque es
una injusticia haber sido empujada a esta sensación.
Esta penosa realidad, la padecemos los actores y personas
públicas en este momento, debido a la batalla por el rating. El mismo
canal que me contrata, le proporciona micrófonos y pantalla a personajes
que insultan el titulo de periodista, cuando a través de una sesión del
programa Portadas, inventan y difunden actos indecentes calumniando,
incluso, a los actores que trabajamos para en canal.
Estos personajes, probadamente denigrantes, nos destruyen con la
autoridad del canal, al punto de proveerle a La Bomba, programa que
transmite Televen, argumentos suficientes para alimentar más ofensa y más maltrato. Dentro de este contexto, fui víctima de difamación e injuria.
Esta realidad de la que mi gremio es víctima y de la que no se
salvan, sobre todo, los espectadores, que aprenden así a odiar antes de
amar, a regodearse con el ultraje, exacerbando lo peor de sí mismos,
francamente, me sobrepasa.
No me afectan tanto las mentiras que escupen, como la triste realidad de que mis compañeros y yo tengamos que soportar, que en nuestra propia casa de trabajo, se permita y celebre que nos conviertan en carroña de los cuervos.
El actor es el más vulnerable de los artistas, porque trabaja con su
institución humana. Desde el Ditirambo hasta hoy, el actor se entrega al
espectador desde su misma perspectiva y a tamaño natural y si el actor
no lo convence, el espectador le tira tomates. La metáfora de ese acto
es permitido y aceptado, porque el público siempre tiene la razón y es
el único que ostenta ese derecho. El actor ha desafiado a la realidad en
el empeño creativo de ser más creíble que la propia vida y las únicas
herramientas disponibles son sus emociones, sus sentimientos y su
talento.
El actor es el único que goza cuando sufre, porque ese dolor lo
acerca a su público. Somos los que lloramos y sangramos en el escenario y
con sangre, nos ganamos el aplauso.
La buena noticia es que ese gozo nos dura toda la vida, así estemos
viejos, feos y gordos, porque el talento no mide 90 60 90, ni se cuenta
por las cotufas que nos pululen en la cabeza. El
talento existe, incluso, si nos cierran un canal y si nos botan del
teatro. Por eso me sorprende que sea con tanto maltrato, que Venevisión
pretenda quitarse la vergüenza del perdedor.
Por un momento pensé en averiguar los derechos legales de los actores
y pedirle a las autoridades del canal una disculpa pública por el
irrespeto hacia mi persona que había permitido, pero sé que no hay
legalidad que me ampare, ni garantía de justicia que impida una
actividad tan denigrante, que por demás, traiciona los principios
fundamentales de la responsabilidad social para con su público, que está
obligado a respetar un canal de comunicaciones. Sé que no se puede
encontrar honor, donde prevalece lo contrario.
Por todo esto, y a riesgo de cualquier represalia laboral, expreso mi
repudio e indignación por la programación denigrante con la que los
canales compiten por un rating, fomentando la deformación del
pensamiento y destruyendo la sensibilidad de un país, toda vez que
promueven la deshonra de su familia cultural y de aquellos que, en
esencia, podrían ser embajadores del mejoramiento humano.
Yo no soy ejemplo de nada. Tengo todos los defectos propios de una
persona común y como cualquiera, unas veces doy la cara y otras la
espalda, pero jamás he obrado con la intensión de maltratar a nadie. Más
allá de mi manera de ser, siempre ha prevalecido en mí el respeto a mi
gremio y el agradecimiento a este país que me recibió, con las
complejidades de la vida, pero con una magnanimidad a la altura de la
variedad de tantas comunidades como países hay en el mundo y que abriga
bajo su cielo.
Y sí, estoy hablando de xenofobia, pero de una peor:
hablo de una xenofobia profesional y humana que padecemos los actores y
creadores en general. Es la mejor metáfora que me ha servido de
contexto para expresarme ahora, porque por primera vez en Venezuela, me
siento extranjera y no del país, sino de mi lugar de trabajo, de mi
santuario creativo, de ese santuario que me permitió habitar personajes
entrañables.
¿”Tanto nadar para morir en la orilla”? Jamás.
Soy actriz y me llamo Beatriz Valdés, eternamente cubana y venezolana por decisión. Con CI V21 516 916 para más datos.
Soy actriz contra todo riesgo y de este país profesional no me bota nadie.
Beatriz Valdés
Fuente: Patria Grande
Siguenos a traves de nuestro twitter @elparroquiano
Si deseas comunicarte con nosotros ya sea para denunciar, aportar o publicitar con nosotros, escribenos aca: eparroquiano5@gmail.com