Mi primer recuerdo olímpico es una tele en blanco y negro y, en uno de sus ángulos, un atleta con camiseta oscura que pugnaba por alcanzar a unos que iban delante mientras mis padres (debía ser domingo, mi padre estaba en casa) decían "ay que pena. No puede" Me dijeron que era Mariano Haro, "el mejor corredor de España". Con el tiempo me enteré que había sido cuarto y que eso eran la final de los 10.000 metros de Munich 72. Después recuerdo en la misma tele un sábado viendo fascinado cosas desconocidas, como un partido de gente vestida con una especie de armadura y largos palos curvados, y otros que empujaban una especie de bólido con el que se lanzaban por un tunel. Era un sitio que se llamaba algo así como 'Inbruc'. Aquel verano leí en MARCA algo sobre una tal Comaneci y vi en la tele una final de piragüismo. Con españoles, me dijeron. Me parecieron, y desde entonces siempre me lo han recordado, grandes insectos acuáticos (las piraguas, no los españoles).
Desde entonces ha llovido. A veces pienso que demasiado. He aprendido sobre Comaneci, conocido en persona a aquellos palistas y muchos más, ido a Juegos Olímpicos y hasta me he atrevido a escribir un libro sobre ellos. Y, con todos los respetos para el Mundial de fútbol, el Tour de Francia, Wimbledon y el mundial de boxeo de los pesos pesados, creo sinceramente que no hay competición más grandiosa, más fascinante ni más evocadora que ellos. Y que como dijeron los antiguos griegos, el oro de Olimpia brilla más que cualquier otro.
Si allá desde el Más Allá, el viejo barón de Coubertin echa la vista sobre el evento que, con mucho pragmatismo y no poca caradura puso en marcha hace 116 años, seguramente se sentirá complacido porque sigue, en lo básico, cumpliendo el cometido para el que lo creó. Coubertin quería integrar al deporte en la educación y la sociedad. Quería un evento que demostrase su importancia en el mundo y, en 2012, ese sigue siendo su significado. Se habla de excesiva carga económica, de comercialización, de gigantismo, de mil cosas más, pero eso no es más que fruto de la evolución histórica. Los Juegos, tal y como se concibieron en 1896, ya habrían desaparecido. Probablemente, en torno a 1980. La famosa frase "sálvense los principios y perezca la república" es bonita, pero bastante tonta porque sin república me dirán ustedes para qué sirven los principios y, sobre todo, quien los va a amparar.
Los Juegos, hoy en día, son el mayor punto de encuentro entre naciones y, por tanto, entre sus respectivas sociedades. Un punto de encuentro pacífico, voluntario, pero también de enorme peso específico: a veces cuenta más para el reconocimiento de un país estar en los Juegos y el Comité Olímpico, que en la ONU. En Londres 2012, Sudán del Sur ha alcanzado reconocimiento oficial al poder enviar un atleta. Y que Arabia Saudí haya enviado por fin una mujer a los Juegos tiene que ver, con toda seguridad, con una amenaza de expulsión del COI comparable a la de Sudáfrica. Arabia ha preferido tragarse su soberbia machista antes que explicar por qué no va a los Juegos. Piensen ustedes qué otro organismo o evento es capaz de imponerle nada a Arabia Saudí.
Los Juegos Olímpicos, pues, son hoy en día la gran fiesta de la humanidad. Dos semanas cada cuatro años en las que se piensa que todos podemos convivir, que todos podemos encontrar algo que nos una. Incluso, son el símbolo de que en la competencia, en el enfrentamiento, hay hermandad si hay deportividad. Y que el deporte que no tiene deportividad, no es deporte. Es otra cosa. Es negocio, es espectáculo, pero no es deporte. Aunque a muchos les importe un carajo, con perdón.
La grandeza de los Juegos es tal que incluso se obvia que, deportivamente, en muchos casos no son la mejor competición que se puede ver. En casi todos los deportes, por mantener el principio de universalidad, se debe limitar la participación de los países más potentes, pero para que los Juegos sigan siendo lo que son, es imprescindible que veamos también al palista iraquí, al triatleta de Burundi o a la nadadora de Nauru.
La grandeza de los juegos está en otra cosa. En que todos los deportistas y los espectadores se sienten unidos a una tradición eterna, a los grandes de todos los deportes, a quienes emocionaron a nuestros padres y a quienes harán vibrar a nuestros hijos. Y que cada uno de ellos siente el aliento de llevar la bandera de su país, de los suyos, entre todas las demás naciones. Más aún: que personas que desconocen muchos deportes, o que incluso no les gustan, son capaces de quedarse una vez cada cuatro años viendo embobados un combate de florete, a una gimnasta rítmica o un partido de waterpolo. Porque allí están los suyos y, por tanto, ellos.
Lo que los Juegos, lo que las medallas realmente miden, es el papel que el deporte tiene dentro de una sociedad. Y es en las sociedades más desarrolladas en aquellas que el deporte tiene más peso. No son las medallas el único baremo: el número de participantes, los puestos de finalistas, tienen también su peso. Si un país quiere saber qué nivel de desarrollo tiene, el medallero olímpico le da una referencia no única, pero sí válida.
Estudiar la historia olímpica, sobre todo más allá del estadio, es conocernos a nosotros mismos. También a España y a los españoles. A Londres 1948, y aún a Roma 60, muchos olímpicos españoles fueron con la ilusión de poder comer. Ojalá que en el futuro no se repita. Empiezan los Juegos. Durante dos semanas muchos nos alejaremos de la vulgaridad y la rutina liguera, del tú me dices yo te digo. Han tardado cuatro años, pero al fin han vuelto.
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