Por Atilio Borón
Hoy se cumplen tres años de la
desaparición física de Hugo Chávez Frías, venezolano y latinoamericano
como su numen político Simón Bolívar. Con su muerte, cada vez más
sospechada de haber sido un homicidio biotecnológicamente planificado y
ejecutado, se apagó el principal motor de los procesos de unidad e
integración de los pueblos y estados que constituyen Nuestra América. Y
como es sabido, si hay una constante en la política del imperio hacia
estas zonas al Sur del Río Bravo es que todo intento de unión o
integración debe ser combatido con total intransigencia. Washington ha
sido invariablemente fiel a esta máxima desde los tiempos del Congreso
Anfictiónico convocado por Bolívar en 1826 en la ciudad de Panamá, por
entonces parte de la Gran Colombia creada por inspiración de aquél en el
Congreso de Angostura en 1819. La Casa Blanca ha aplicado ese principio
geopolítico desde entonces, independientemente del color político (o el
de la epidermis) del ocupante de turno en la mansión presidencial. Lo
estamos viendo ante nuestros propios ojos en estos días.
En una América Latina atontada por las agresiones del neoliberalismo de los noventas y deslumbrada por los espejitos de colores que prometía el neocolonialismo con su fetichismo consumista irrumpió Hugo Chávez desde Caracas. Lo hizo como una fuerza desatada de la naturaleza, para sacar a los latinoamericanos de su sopor e invitarlos a librar una nueva y decisiva batalla contra el imperialismo y por nuestra segunda y definitiva independencia. Y lo pudo hacer porque, para utilizar el elogio que Lenin le dedicara a Rosa Luxemburgo, Chávez era un águila que volaba más alto y veía más lejos que todos los demás. Su llamado bolivariano y martiano al principio fue desoído; luego fue escuchado con incredulidad por políticos que presumían de ser “realistas” y no lo eran; después con suspicacia y finalmente, gracias a su enorme capacidad de persuasión, aceptado como la única vía de entrada digna al siglo veintiuno.
Chávez movilizó y excitó las ansias emancipatorias de pueblos y naciones sumidos por siglos en la opresión. Voltea en Venezuela la primera ficha de un dominó que luego recorrería todo el continente: la segunda caería en Brasil con Lula en el 2002 para seguir con Kirchner en Argentina, en el 2003; con Evo y Tabaré Vázquez en Bolivia y Uruguay, en el 2005; con Correa en Ecuador, en el 2006 y en ese mismo año con Ortega en Nicaragua y Zelaya en Honduras; con Cristina en el 2007; con Lugo en Paraguay en el 2008 y Funes en El Salvador, en el 2009, despejando el camino para que el ex Comandante del FMLN, Salvador Sánchez Cerén, asumiera la presidencia de ese país en el 2014. En el 2010 José Mujica ratificaría la hegemonía del Frente Amplio y conquistaría la presidencia del Uruguay, misma que en el 2015 volvería a recaer en las manos de Tabaré Vázquez. Basta con recordar esta radical modificación del mapa sociopolítico latinoamericano para calibrar el imperecedero espesor político de la herencia chavista. Este nuevo ciclo, que algunos llaman “progresista” y que se apresuran a dar por muerto, combina procesos de ascenso de masas de diversa naturaleza -algunos más radicales, otros menos- pero con un signo común: su enfrentamiento, más o menos abierto según los casos, con los designios del imperialismo norteamericano. Pruebas al canto: el rechazo del ALCA, en Mar del Plata, en donde Chávez logró el decisivo apoyo del anfitrión de la Cumbre de las Américas, Néstor Kirchner, y el no menos fundamental de Lula, arrastrando a casi todos los demás.
Estados Unidos todavía no se recupera,
más de diez años después, de esa, su mayor derrota estratégica y
geopolítica en el hemisferio. Tuvo que admitir el rotundo fracaso de su
política cubana que, en palabras de John Kerry, concebida para aislar a
Cuba terminó aislando a los Estados Unidos. Tuvo que lanzar un plan
criminal para tratar de eliminar al chavismo de la faz de la tierra;
logró hacerlo físicamente con Chávez pero el chavismo sigue, acosado,
atacado, pero aún de pie y luchando. Y, pese a las campañas
desestabilizadoras para acabar con los gobiernos de inspiración
bolivariana, en Bolivia Evo tiene aún tres años de mandato y en Ecuador
no se percibe ninguna figura o coalición política que pueda derrotar a
Alianza País en las elecciones de Febrero del 2017. La Argentina fue la
gran decepción, por una derrota absurda producto de una serie
interminable de errores y desaciertos que terminaron instalando a una
fuerza conservadora en la Casa Rosada. Pero aún así, en medio de esta
verdadera “guerra de reconquista” que ha lanzado el imperio para volver a
subordinar a los países del área a la hegemonía norteamericana el
legado de Chávez sigue vigente en la UNASUR, en la CELAC, en el ALBA, en
Petrocaribe, en el Banco del Sur (boicoteado a muerte pero aún con
chances de sobrevivir a tanta mezquindad y estupidez políticas) en
TeleSUR, en la Radio del Sur. Vivo también en una de sus iniciativas más
nobles: la convocatoria, que sólo él pudo hacer, para iniciar los
Diálogos de Paz entre las FARC-EP y el gobierno de Colombia en La Habana
y poner fin a medio siglo de guerra civil. Por eso, en un alarde de
cobardía sus enemigos hoy se ensañan con su obra. Lo vituperan porque
saben que ahora, ya muerto, ese hombre, militar y humanista a la vez,
dueño de una insaciable sed de saber y de una erudición sólo comparable a
la de Fidel, no puede responderles. De no mediar por tan infeliz
circunstancia, las ilustres mediocridades que constituyen el grueso de
sus enemigos no podrían haber resistido más de quince minutos en un
debate sobre temas de política, economía o cultura. Se desgañitan
pregonando los errores de su gestión, y la de su sucesor, Nicolás
Maduro. Pero, a la hora de realizar un balance (porque no conozco ningún
gobierno que haga todo bien o todo mal, ni siquiera el Vaticano, como
lo recordaba con indisimulada ironía Nicolás Maquiavelo) los aciertos
históricos de Chávez exceden con creces sus errores, allí donde y cuando
los hubiera cometido. Y esto es lo que importa y por eso, a tres años
de su muerte, su legado sigue vivo en nuestros pueblos. Su ferviente
llamado a la unidad, a la resistencia ante el imperialismo, es tan
actual hoy como ayer. Por eso Chávez vive, como Camilo Torres, asesinado
hace cincuenta años, como el Che, asesinado hace cuarenta y nueve años.
Por eso recordarlo es un deber al que ningún revolucionario debe
renunciar.
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