Caracas, 26 Feb. .- Conducta
sobresaliente fue la promesa del gobierno de Carlos Andrés Pérez al
Fondo Monetario Internacional (FMI) en 1989 para tener acceso al
financiamiento de 4.500 millones de dólares porque era "la única opción
que tiene un país que agotó todas sus reservas", según palabras del
entonces mandatario adeco. Para cumplir con ese ofrecimiento, el alumno
debía seguir con rigurosidad las premisas de la "disciplina fiscal"
ideada por maestros del neoliberalismo.
"Hoy no tenemos reservas, hoy necesitamos préstamos, hoy necesitamos
acuerdos con el Fondo, hoy necesitamos que el Fondo nos dé lo que nos
pertenece a los venezolanos de nuestras cuotas como miembros de ese
organismo que rige las relaciones económicas internacionales de todos
nuestros países. No hemos ido a mendigar", fue la letanía que repitió
con obediencia Pérez antes de anunciar las "medidas de ajuste".
Las reglas del buen discípulo del FMI también implicaban un adecuado
uso del lenguaje. La entonces llamada "disciplina fiscal" fue el
eufemismo usado para evitar hablar del "inapropiado" significado del
paquete de medidas, el cual contemplaba la reducción de programas
sociales a su mínima expresión, congelación de los salarios, liberación
del tipo de cambio, aumento de las tasas de interés, eliminación de los
subsidios, supresión de los controles de precios, mayores impuestos e
incremento de las tarifas de servicios públicos.
"Hemos ido (al FMI) después de largos estudios que realizamos en
Venezuela con verdaderos hombres capaces de comprender los fenómenos de
nuestra economía", dijo CAP. El gobierno venezolano se mostraba como el
dedicado párvulo que no sólo acataría las reglas sino que, además, había
hecho la tarea previa de investigar cuáles serían sus repercusiones.
Entre esas "previsiones" estaban las proyecciones de la Oficina
Central de Coordinación y Planificación de la Presidencia de la
República (Cordiplan). La tabla de indicadores pintaba un país que,
siguiendo la receta cabalmente, era capaz de llevar a cero el déficit
fiscal en dos años, a crecer 2% anual, cerrar la inflación en 35% para
1989 y conducirla hasta el 10% en 1995, con un desempleo de 5% y la
reducción de las importaciones a casi la mitad.
Sin embargo, la aséptica perfección de los números y explicaciones
del gobierno de Pérez no evitaron que el 27 de febrero de 1989, nueve
días después del anuncio de las medidas diseñadas por el FMI, ocurriera
una explosión social conocida como El Caracazo. La revuelta popular en
rechazo al paquete neoliberal derivó en saqueos, protestas callejeras y
una brutal represión por parte del Estado que dejó al menos 2.000
muertos, aunque Miraflores sólo reconociera 300.
Ese día, "las medidas fueron políticamente derrotadas", tal como relata Margarita López Maya en su libro
Del Viernes Negro al revocatorio,
pero no impidió que el apretado cinturón continuara asfixiando a los
venezolanos. El contrato leonino estaba signado y Venezuela había
recibido "el beso mortal del FMI", como diría Gonzalo Barrios,
presidente de Acción Democrática (AD).
La fe neoliberal
La credibilidad en el sistema económico venezolano ya estaba en
franco deterioro desde el Viernes Negro de 1983. Roto el espejismo de la
Venezuela saudita, la oferta de Pérez era dar un giro de timón. El
detalle es que el mando del barco dejaría de estar en manos del Estado y
pasaría al de los tecnócratas de la burocracia financiera
internacional.
López Maya destaca que en 1989 fue "la primera vez que un gobierno
venezolano, de manera explícita, aceptaba someterse a las orientaciones
del Fondo Monetario Internacional". La decisión se tomó con fe absoluta
de que las medidas "reactivarían" la economía y ésta quedaría sometida a
la dictadura de la oferta y la demanda, sin que el Estado pudiera
intervenir.
Esas medidas económicas y sociales, "en riña con los procedimientos
propios de un régimen de democracia, no fueron sometidas a la consulta
del Congreso Nacional, ni conocidas por la opinión pública sino después
de haber sido firmada la Carta", agrega López Maya.
El gobierno de Pérez trató de justificar la enajenación del país en
función de los intereses del FMI con el argumento de que la única salida
a la crisis económica era con medidas recesivas. La "fe en el libre
mercado", como explicaba monseñor Ignacio Purroy en la revista
SIC
de abril de 1989, implicaba además de la total apertura comercial
internacional, "la redución de la demanda interna", refinada frase que
se traducía en la depresión de los salarios reales.
En el mediano plazo, esa receta conduciría al saneamiento de la
economía. La doctrina evangelizadora neoliberal prometía que tras el
inicial apocalipsis social por los recortes, vendría un paraíso donde
"la tasa de cambio se estabilizará, las tasas de interés bajarán, el
clima de inversión se restablecerá y los conflictos sociales serán
manejables", profetizaba Purroy en ese entonces.
El paquete no sólo pedía que los venezolanos tuvieran salarios
congelados y muy por debajo de la inflación, como parte de la
"disciplina salarial" que atraería las inversiones foráneas, sino que
adicionalmente planteaba una reducción de los aportes al llamado gasto
social.
Como "compensación" a los duros tijeretazos, planteaban invertir en
un "minipaquete social" que apenas llegaba a 31.000 millones de dólares.
Ese año, sólo producto de la devaluación, entrarían al país 170.000
millones de dólares adicionales, pero la mayoría de esos ingresos irían a
parar a las arcas de los prestamistas del FMI.
Mientras Pérez se portaba como alumno ejemplar de los neoliberales
aumentando el "clima de confianza" para los capitales extranjeros, en
Venezuela lo único que se incrementaba era la pobreza, la inflación y el
desempleo.
El desengaño del laissez-faire
Pese al estallido social del 27 de febrero, el paquete de medidas
siguió su rumbo en Venezuela. El pacto signado con el FMI, organismo que
ya había vaciado ocho toneladas de oro del Banco Central para
colocarlas en las bóveda de entidades financieras en Londres, era
intransigente. No había protesta que hiciera mella en las pretensiones
de tutelar la economía del país petrolero a costa de los préstamos.
No pasaría mucho tiempo para que los venezolanos comprobaran que el
"sacrificio" que pedía el gobierno de CAP no traería las recompensas que
habían prometido los profetas del neoliberalismo.
Si bien las reservas internaciones pasaron de los 6.555 millones de
dólares en 1988 a 7.411 millones en 1989, y el déficit en la balanza de
pagos se redujo de 9,9% a 1,7% en ese mismo período, se hizo a costa del
aumento de la pobreza a 66,9%, al ascenso de la miseria absoluta a 33%,
al repunte de más de tres puntos en la tasa de desempleo y la
contracción de 8% del Producto Interno Bruto (PIB), la mayor registrada
en ese entonces.
El récord de "inéditos" también se rompió con las cifras de
inflación. Las sesudas proyecciones de un aumento inflacionario de 35%
que había hecho Cordiplan se quedaron cortas. Ese año, con la economía a
merced de "juego de la oferta y la demanda" que se vendía como el
laissez-faire, el índice de precios de disparó hasta alcanzar 84,5%.
Irónicamente, los más beneficiados con esa situación eran las
instituciones financieras, que gozaban de libres tasas de interés. Al
cierre de 1989, el sector registró un crecimiento de 23%. El banquero
Pedro Tinoco, para ese entonces presidente del Banco Central de
Venezuela (BCV), estampó su rúbrica en la carta de intención con el FMI
junto con la de la ministra de Hacienda, Eglé Iturbe, y del ministro de
Cordiplan, Miguel Rodríguez.
Gracias a esas medidas, los banqueros recibieron la última década del
siglo veinte a manos llenas, mientras el FMI restringía los aumentos de
sueldo de los venezolanos aduciendo que debían "tener salarios rezagado
detrás de la inflación para reducir la demanda interna", y por ende,
las importaciones. Es decir, el mentado "equilibrio macroeconómico" se
lograría con la fórmula expedita de darle menos dinero a los
trabajadores para limitar su capacidad de compra.
Tan convencidos estaban de la infalibilidad de la fórmula dictada por
la dictadura financiera, que un año más tarde, pese a los negativos
indicadores económicos y el creciente descontento social, Pérez dijo en
una entrevista con Roberto Giusti: "Yo no tengo ninguna clase de
remordimiento de conciencia, de preocupación: Me duele lo que pasó (El
Caracazo) pero lo que se hizo fue evitar cosas peores".
Aún más osado, el mandatario afirmaba que su Gobierno no había tenido
nada que ver con la revuelta popular en contra de las medidas del
paquete: "Si usted analiza el desenvolvimiento de los hechos, encontrará
que no hubo un solo local público atacado, no hubo ni una sola casa del
partido (atacada)".
CAP estaba seguro de que El Caracazo no tendría repercusiones futuras
porque sólo "fue una situación lamentable. Estalló y punto", y resumía
el episodio como "una lección de los pobres contra los ricos y no contra
el gobierno". En 1992, dos rebeliones cívico militares y su salida del
gobierno en 1993, por casos de corrupción, le restarían credibilidad a
esa tesis.