No dormía, solo tejía. Así estuvo Luz María García por varios días en su churuata en una comunidad indígena del estado Bolívar. Necesitaba terminar una cesta inmensa que participaría en un concurso de arte en la capital venezolana, a unos 500 kilómetros. Hasta ese momento, no sabía que sería una de las ganadoras.
Luz María, cuyo nombre en su idioma natal es Dawanedü Emajenewa, pertenece al pueblo indígena ye’kuana, de lengua y cultura caribe. A principios de este mes se trasladó a Caracas para exponer una pieza en la Galería de Arte Nacional (GAN), el museo de mayor dimensión de Venezuela.
Esta líder indígena vive y trabaja en la población de Maripa, capital del municipio Sucre, en el bajo Caura. En su comunidad forma parte de programas de apoyo para las mujeres ye’kuanas e impulsa el aprendizaje y práctica del tejido tradicional con fibras vegetales.
El inmenso esfuerzo que hizo para elaborar una cesta de dimensiones con las que nunca antes había lidiado, en un espacio muy reducido de tiempo, tuvo sus resultados. La también licenciada en Educación Agropecuaria de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez obtuvo el segundo lugar en la categoría de arte utilitario en el Concurso de Arte Contemporáneo Creadoras, organizado por el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), Volante Studio, GBG Arts y la Fundación Museos Nacionales.
¿Cómo surgió todo?
«Estaba pasando momentos difíciles en mi vida personal con mis responsabilidades de estar al frente el movimiento de las mujeres ye’kuanas», cuenta Luz María a RT.
La necesidad de despejar su mente hizo que viajara a Caracas para encontrarse con Silvia Itriago, que la invitó a la playa. Antes de que salieran, su amiga le comentó sobre el concurso y le preguntó si le gustaría participar.
«En ese momento no dije ni sí ni no, solo que lo iba a pensar», recuerda. Sin embargo, aunque no lo había expresado, ya había tomado una decisión: no asistiría.
«Al ir al mar, el mar me dijo que sí. Allá me desahogué, me sentí bien, hubo una liberación de toda la mala energía que tenía absorbida por toda la situación difícil en mi vida», explica.
Otras señales
Luz María percibió otras señales que la alentaban a aceptar el reto. Una noche, mientras aún estaba en la playa, soñó con su bisabuela.
«Me llevó a mi infancia, yo jugaba. Creo que el mar me hizo conectar con mis ancestros, sobre todo con mi bisabuela, que me enseñó a tejer».
Cuando regresaron a la capital, a mediodía, se dieron cuenta de que faltaba muy poco para que cerraran el plazo de inscripción del concurso. A toda prisa comenzaron a buscar los recaudos para participar y enviaron el correo con lo solicitado por los organizadores, al filo de la medianoche, justo en el momento cuando culminaba la recepción de las propuestas de quienes aspiraban a participar.
El regreso a casa
«Regresé y empecé a tejer», dice Luz María. Desde ese momento, se dedicó con exclusividad a hacer una cesta que parecía tener la circunferencia del mundo.
Sus manos trazaban figuras geométricas sin descanso. El material, conformado por hileras de bejucos (plantas trepadoras largas y delgadas), que guardaba para sus cestas, iba multiplicándose. Con esa cantidad cree que hubiera podido elaborar cinco cestas de las que hace habitualmente y que tienen un diámetro de unos 25 centímetros.
Cuenta que las dimensiones que tendría su canasta causaba curiosidad entre las mujeres y los niños de su comunidad. «Me preguntaban que a quién iba a meter ahí dentro», dice entre risas.
¿Cómo sería la cesta?
Más allá del volumen y cuerpo de la pieza, a Luz María le preocupaban los símbolos que trazaría. Pensó que los utilizados en el maquillaje de las ye’kuanas serían los apropiados.
Haría en la circunferencia del cesto una línea en zigzag, «que es lo más típico y tradicional de la representación de la mujer ye’kuana cuando se pinta».
Usó como inspiraciones el zigzag –que simboliza «el camino de la vida que nunca termina»– con sus altas y bajas; el universo, las estrellas y la lluvia.
La premura
El tiempo corría más rápido que el tejido. Tenía que entregar lo más pronto posible la canasta que sería exhibida en el museo y que participaría en el concurso. La presión era máxima.
A veces amanecía entrelazando tiras de bejuco. El cansancio también avanzaba y sus manos estaban arrugadas de tanto trabajo. «Era lo único que hacía. Comía, descansaba una hora, y comenzaba de nuevo».
El agotamiento era tal que una vez se quedó dormida un día entero.
«Tres veces amanecí tejiendo y mis sobrinos se durmieron ahí en la churuata conmigo. Les dije a unas tías que me acompañaran también. Ellas no creían que pudiera terminar. Hacía vueltas y vueltas y no veía la hora de que estuviera lista».
Este trabajo sin fin le enseñó a tener paciencia, dice. «Me hizo ver las cosas con más calma y me hizo ver el sentido de por qué cada mujer teje. Aprendí muchas cosas».
«Deja que tus manos se conecten»
Una de sus tías le dio el consejo para alejar el cansancio y buscar la esencia de lo que estaba construyendo: «Deja que tus manos se conecten con la cesta y nunca te vas cansar. Relájate. Piensa en otra cosa, en el conocimiento, en cómo fue tu infancia. Disfruta, piensa en lo bonito. Verás que tus manos no te van a doler».
Además de las palabras de sus tías, también surgían las preguntas infantiles.
«A veces llegaba mi sobrino y me decía: ‘Mi tía fajada todo el día con esa cesta, no sé qué va a hacer con eso».
Relata entre risas que un día encontró a los pequeños metidos dentro de la cesta y otro día halló unos mangos que habían dejado allí porque esos recipientes suelen ser para guardar alimentos.
Cuando encontró los frutos, les dijo que el cesto que estaba haciendo tenía un valor especial para expresar lo que eran. Estas palabras hicieron que despertara el interés por el tejido en uno de sus sobrinos.
En la tradición ye’kuana a las mujeres les corresponde la elaboración de las cestas hondas, que sirven para guardar productos de la tierra, leña, especias, algodón, entre otros. A los hombres les toca hacer las wajas, que son recipientes parecidos a un plato donde se sirve el casabe, una torta crujiente, plana y sin levadura, surgida de una variedad de yuca amarga, que es base de su alimentación.
«Entonces como que se quedaron mirando y empezaron a tejer, aprendieron. Es un lado positivo en mi hogar porque le dieron el valor y sentido a lo que hacían porque me vieron tejiendo día y noche».
«Sé que nuestra cesta es única»
Luz María sabe que la dedicación y constancia valieron la pena. Ese tejido que forjaron sus manos trajo como resultado una cesta hecha «para que el mundo pueda seguir conociendo lo que hacemos».
«Sé que nuestra cesta es única. Es una manera de preservar nuestras tradiciones. Sobre todo, es una manera de manifestar, a través de ella, lo valioso que es nuestro bosque, lo que nos da, lo que nos brinda. Sin él no somos nada ni tenemos hogar», afirma.
Entre las palabras de aliento que escuchó en los momentos de trenzar sin descanso recuerda las de una tía que le dijo: «si no tejes, no eres mujer ye’kuana».
Luz María, a cientos kilómetros de su churuata, se para al lado de su cesta, llamada Jojö Odeeja, que pende del techo de la Galería de Arte Nacional, donde están expuestas las obras de más de 90 mujeres. Este ha sido un largo viaje circular, con figuras de zigzag, que apenas empieza.
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