En las noches sin luna, parece una mancha turbia en el negro sin fondo del cielo, un manto de luces de Navidad lejanas y opacas en el oscuro absoluto…
Para los antiguos griegos, la Vía Láctea era el vestigio de las conjuras y traiciones del Olimpo: leche gloriosa de Hera que el bebé Hércules le sacó de una bocanada sin misericordia.
Los vikingos, en cambio creían que cada una de sus luces era un alma perdida, mientras para los peregrinos que desandaban las rutas a Compostela en la España medieval, era el mapa celeste que conducía a la tumba del Apóstol Santiago.
Para los científicos, a través de los años, nuestra galaxia ha sido un puerta para conocer más sobre el Universo, un camino a las respuestas del misterio infranqueable de dónde venimos y a dónde vamos.
Casi todos alguna vez la hemos visto con su inmensidad reducida a una ilustración: una inmensa línea espiral, un huracán achatado de planetas, estrellas y polvo cósmico que alberga a la Tierra y el Sol en uno de sus largos tentáculos luminosos.
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