No importa cuanto lo mires, tu ombligo puede tener mucho que decirte sobre tu estado de salud.
Para algunos, esta parte del cuerpo es motivo de pesadillas: la omfalofobia, el miedo al ombligo, es una condición real. Para otros es un “accesorio” más de moda, que se puede lucir con un top corto o adornado con un piercing.
Cualesquiera que sean tus sentimientos sobre el ombligo, una cosa es segura: alguna vez te unió a tu madre. El cordón umbilical se corta al nacer para dejar sólo un pequeño muñón que se marchita progresivamente y se cae una semana o dos después.
Lo que queda, en la mayoría de los casos, es una pequeña depresión arrugada. Eso es si tienes el ombligo hacia dentro, como la mayoría de nosotros ( aparentemente el 90 % ) lo tenemos. A partir de este punto, el ombligo parece ser un poco innecesario, como poca utilidad, aparte de la de acumular polvo y pelusa.
Pero esa no es toda la historia: tu ombligo tiene más profundidad que unos pocos milímetros.
El ombligo es un punto de acceso para los vasos sanguíneos que transportan sangre hacia y desde el feto. Estas provienen de la placenta y discurren a través del cordón umbilical recubiertos por la llamada gelatina de Wharton, un tejido conectivo gelatinoso contenido a su vez por el cordón, que las aísla y protege.
Normalmente hay tres vasos sanguíneos dentro del cordón. La que transporta oxígeno y nutrientes al feto es la vena umbilical. Pasa a través del ombligo y alimenta la circulación fetal en desarrollo. También hay dos arterias umbilicales, aunque estas transportan sangre desoxigenada y productos de desecho que fluyen en la dirección contraria, de regreso a la placenta.
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