Cabe preguntarse si en el diseño de ese tinglado histriónico no se
estará incurriendo en un delito más grave, como la simulación de
instancias judiciales.
La televisión venezolana ostentó hasta no hace muchos años un carácter
esencialmente vernáculo. A través de un importante cúmulo de
producciones nacionales, su “espíritu” televisivo se asentó en el
desarrollo de géneros en cuyo origen prevalecía una marcada dosis de
imaginería criolla.
Fueron esos apartados las telenovelas, los espacios cómicos y los programas de variedades. Pese a que entonces, como hoy, era evidente el influjo de la televisión norteamericana —inventores del entretenimiento y “reyes del espectáculo”—, la intuición de ciertos productores les obligó a criollizar cuanto producto audiovisual nos llegaba del norte, literalmente enlatado (por la carcasa que lo resguardaba).
Hoy aquí, la programación de los canales comerciales se ha rendido mansamente a ese proceso que dan en llamar “globalización”. Padecemos los televidentes venezolanos una suerte de “mayamización” de la programación, es decir, la instauración sin mayores reformulaciones de formatos acuñados en las cadenas hispanas de Estados Unidos.
De una larga lista podríamos tomar, como ejemplo macabro, los programas basados en la tradición gringa de los juicios orales, con todo lo que de perturbadora tiene la asunción de mecanismos jurisprudentes de naturaleza foránea. La tonta fascinación por aparecer en televisión, así sea exponiendo nuestras más feas carencias, parece ser el insumo que mantiene este tipo de espacios.
Desde uno de ellos (Se ha dicho, Televen) los productores dan por sentado que el valor del programa es la defensa de los derechos ciudadanos, no importa que en el trance esos ciudadanos sean expuestos al escarnio público o humillados directamente por la jueza-vedette.
Cabe preguntarse si en el diseño de ese tinglado histriónico no se estará incurriendo en un delito más grave, como la simulación de instancias judiciales que fuercen a sus causantes a actuar en contra de sus intereses. No a otra cosa parece instar el veredicto final con que un jactancioso golpe de martillo vindica para la modernidad el “he dicho” de los primitivos sátrapas.
Fueron esos apartados las telenovelas, los espacios cómicos y los programas de variedades. Pese a que entonces, como hoy, era evidente el influjo de la televisión norteamericana —inventores del entretenimiento y “reyes del espectáculo”—, la intuición de ciertos productores les obligó a criollizar cuanto producto audiovisual nos llegaba del norte, literalmente enlatado (por la carcasa que lo resguardaba).
Hoy aquí, la programación de los canales comerciales se ha rendido mansamente a ese proceso que dan en llamar “globalización”. Padecemos los televidentes venezolanos una suerte de “mayamización” de la programación, es decir, la instauración sin mayores reformulaciones de formatos acuñados en las cadenas hispanas de Estados Unidos.
De una larga lista podríamos tomar, como ejemplo macabro, los programas basados en la tradición gringa de los juicios orales, con todo lo que de perturbadora tiene la asunción de mecanismos jurisprudentes de naturaleza foránea. La tonta fascinación por aparecer en televisión, así sea exponiendo nuestras más feas carencias, parece ser el insumo que mantiene este tipo de espacios.
Desde uno de ellos (Se ha dicho, Televen) los productores dan por sentado que el valor del programa es la defensa de los derechos ciudadanos, no importa que en el trance esos ciudadanos sean expuestos al escarnio público o humillados directamente por la jueza-vedette.
Cabe preguntarse si en el diseño de ese tinglado histriónico no se estará incurriendo en un delito más grave, como la simulación de instancias judiciales que fuercen a sus causantes a actuar en contra de sus intereses. No a otra cosa parece instar el veredicto final con que un jactancioso golpe de martillo vindica para la modernidad el “he dicho” de los primitivos sátrapas.
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