“Tenía 21 años, llevaba una vida normal. Era estudiante
universitaria, me la pasaba de rumba, iba al gimnasio y bailaba
flamenco. Un día me reuní con unas amigas en mi casa para ensayar una
nueva coreografía, entre paso y paso sentí que la boca se me volteó. No
podía hablar, se me adormeció la lengua. Corrí al baño, me miré en el
espejo y vi que tenía la cara torcida. No entré en pánico, creí que se
trataba solo de una parálisis facial.
Efectivamente cuando llegué a la clínica me atendieron como si tuviera una parálisis facial. Esa noche, un sábado, me colocaron un tratamiento y me indicaron unos ejercicios.
Efectivamente cuando llegué a la clínica me atendieron como si tuviera una parálisis facial. Esa noche, un sábado, me colocaron un tratamiento y me indicaron unos ejercicios.
El martes empecé a sentir corriente en mi mano izquierda y subía hasta la cara. Lo pude confundir con un tic nervioso, pero fue algo más serio: una convulsión. Nunca me había pasado, duró como un minuto. Me asusté y volví al médico. Inmediatamente me realizaron una serie de estudios y determinaron que tuve un pequeño derrame cerebral. Sin embargo, la lesión no se pudo dilucidar enseguida porque el sangrado habría sido del momento o de algún tiempo atrás.
Al principio se creyó incluso que se trataba del parásito del cerdo, cisticerco. Pasaron tres meses después me volvieron a hacer los exámenes médicos y me dijeron que tenía un hemangioma cavernoso (un grupo de vasos sanguíneos anormales que se encuentran en el cerebro). Me dijeron que es hereditario y ciertamente algunas personas de mi familia lo padecen. Es como una vena malformada que se reventó.
Algo anormal sucedía en mi cerebro desde que nací y era lo que siempre me había causado las convulsiones. La primera que recuerdo fue cuando tenía ocho años, pero que nunca dieron con la causa. Según los especialistas cuando una persona llega a los 20 años es común que sangre. Entonces caí en cuenta que podía ser mi caso. Me recetaron por un largo tiempo anticonvulsivos.
Debo confesar que, en mi inmadurez de los 21 años, cuando me sentía bien dejaba el tratamiento, eso obviamente trajo consecuencias. Al año, en la misma fecha, me repitió. Se me durmió la mitad de la cara, tuve convulsión, volví a estar hospitalizada; solo que esta vez me hablaron de operarme.
Yo me negué a la cirugía por tonta. Iba a casarme y no me imaginaba ser una novia calva. No quería pasar por eso. Pero en realidad me paralizaba la idea de que me abrieran el cerebro. La operación era muy arriesgada e invasiva. Justo en el hueso parietal derecho. Si algo fallaba podía quedar con una hemiparesia (disminución de la fuerza motora o parálisis parcial, que afecta un brazo y una pierna del mismo lado del cuerpo. Es la consecuencia de una lesión cerebral, normalmente producida por falta de oxígeno en el cerebro. Técnicamente la hemiparesia es una disminución del movimiento sin llegar a la parálisis. Es un grado menor que la hemiplejia, que produce parálisis total.
Ahora siendo consciente del momento, siento que me atacaron los nervios más por falta de información que por no raparme el cabello. No me explicaron bien. No tenía ni idea de los riesgos.
Pasó otro año más, y el viernes 13 de abril de 2012 llegó el momento más duro de mi vida. Recién me había graduado de comunicadora social, fui al gimnasio y realicé mi rutina, bailé flamenco y fui a la Vereda del Lago a correr. Era viernes.
Una hora después, en mi casa, me bañé, comí y me apliqué una mascarilla en el rostro. De repente, me sorprendió los mismos síntomas: adormecimiento de la cara y convulsión localizada. No lo podía creer, quería pensar que era una paranoia y se trataba de un efecto de la mascarilla. Quise obviar la convulsión y decidí acostarme a dormir. Me dije: ‘Mañana le cuento a mi mamá’. Al pasar diez minutos, me repitió la convulsión más fuerte y fui a despertar a mi mamá, nos fuimos a la clínica. Me inyectaron anticonvulsivo y me dejaron en observación en la emergencia. En ese momento, no me dieron la mejor atención.
Recuerdo que le dije a la doctora que había dejado de
sentir el brazo y la pierna. Su respuesta fue que probablemente era un
efecto del medicamento. Pedí que me realizaran una resonancia por si era
un derrame cerebral.
El sábado me hicieron una tomografía y vieron que había sangrado, pero más fuerte que la vez anterior y me comprometió la mitad del cuerpo izquierdo. Poco a poco, entré en un estado de coma. El domingo cuando me fueron a despertar no respondí. Quedé en coma.
Mi familia pensaba que yo estaba sedada, había pasado mala noche, cuando llegó el médico y me hizo el fondo de ojo y me llevaron de emergencia a la Unidad de Cuidado Intensivo (UCI).
El neurocirujano José Ramón Guzmán le informó a mi mamá que yo tenía un 5% de probabilidad de vida, que debía decidir si me metían al quirófano. Él no podía asegurar que saliera bien, en el mejor de los casos podía quedar ciega, sin memoria o vegetal. También le dejó claro que Dios tenía la voluntad y con mucha fe yo podría tener una nueva oportunidad y recuperarme.
Así fue. La operación fue un éxito. Dios. Sobreviví a tres ACV. El doctor Guzmán me extrajo esa mal formación y al tercer día desperté del coma. Al quinto día salí de la clínica. No podía caminar, sin cabello, no recordaba nada, la mitad de mi cuerpo estaba paralizado. No hacía ningún tipo de movimiento.
Inmediatamente empecé un proceso de rehabilitación muy largo. Comencé en mi casa con una fisioterapeuta. Todo era acostada, me daban masaje en la cara, me ponían corriente, descargas de peso. Así tomé fuerza. Me sentía una bebé, fue nacer de nuevo. Aprender y reaprender. Quedé como con pie equino, dormía con férula, era súper incómodo.
Tuve que aceptar todo para recuperarme. Científicamente tenía muerte cerebral, pudieron haberme desconectado y se acababa esta historia. Pero el doctor Guzmán dijo: ‘No puedo jugar a ser Dios, si la paciente tiene un 1% de vida yo debo apostar a salvarla’.
Estuve tres meses en Cuba, a través del convenio que tiene Venezuela, para recibir rehabilitación. Fue una experiencia increíble. Me ayudaron mucho, son muy amables y dispuestos. Eso me animó. Recuerdo que iba a Varadero, el mar me sanó.
Después de Cuba me fui tres meses a Cali, allá recibí un tratamiento con el traje que usan los astronautas con el que se equilibran los movimientos del cuerpo, compensa lo que está mal de un lado con el otro. También realicé equinoterapia, hidroterapia, terapia física, terapia ocupacional y fonoterapia. Regresé a Maracaibo y hago yoga.
En dos años puedo decir que la vida se me ha hecho corta si sumo por todo lo que pasé. Tengo 26 años y agradezco la experiencia por muy fea que parezca. Me toca trabajar duro por quien soy hoy, otra Laura.
Estuve mucho tiempo en un acto de negación. Obvio, antes
de los tres ACV tenía muchos planes en mi vida. Pensé que todo estaba
truncado. Tampoco perdía el optimismo, iba y venía. Me planteé que en
seis meses sería la misma Laura de antes. Error. Me frustraba más.
Entonces un día me dije: ‘Estoy feliz por ser quien soy’.
Ya mi mamá me había preguntado: ‘¿Sabes para qué sucedió todo esto?’.
Me respondí: ‘Para ser la mejor versión de mí”.
Me respondí: ‘Para ser la mejor versión de mí”.
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