De izquierda a derecha, los venezolanos Luis Zerpa, Luis Brito y Jhoan Faneite cargan con una bolsa con el cadáver de Marcos Espinoza, de 51 años y que se cree que murió por coronavirus |
Faustino López estaba
aterrado al ver cómo
empeoraba la salud de su esposa, internada a fines de abril por COVID-19 en un
hospital de Lima.
Mientras su mujer
Angélica Berrocal permanecía en el hospital, Faustino no tuvo más que quedarse
en su casa, donde vivía solo. Dejó de dormir en la cama matrimonial que
compartieron por 45 años, no paraba de llorar al mirar la ropa de ella y
escuchaba música en quechua, la lengua materna de ambos.
Faustino, un jardinero de 68 años, y
Angélica, una barrendera de 60, habían llegado a este momento de su vida sin
mayores contratiempos de salud y con dos hijos y 11 nietos sanos. Pero el nuevo
coronavirus aniquiló la tranquilidad de esta familia que en más de cuatro
décadas jamás había conocido la desgracia. Y todavía estaba por venir otra
tragedia.
En
un momento, Faustino tuvo fiebre y escalofríos. También sintió la alteración
del gusto y el olfato, según una ficha de investigación clínico-epidemiológica
a la que The Associated Press tuvo acceso. Le hicieron la prueba y dio positivo
a COVID-19.
Desesperado,
tocó las puertas de un albergue estatal donde
se recuperan casi 2.000 enfermos del virus. No fue aceptado porque no había
sido referido desde un hospital. Retornó a su hogar y la madrugada del 5 de
mayo bebió ácido muriático y se ahorcó con un cable de electricidad.
Su
hijo mayor lo encontró y llamó a la policía, pero Faustino permaneció varias
horas en la sala de su casa sin que nadie quisiera tocarlo. Entonces llegaron
Jhoan Faneite y su hijo adoptivo Luis Zerpa,
dos venezolanos que trabajan en la funeraria Piedrangel, a la que el gobierno
de la ciudad contrató para extraer de las casas los cadáveres de personas
infectadas con el virus para luego incinerarlos.
A
pesar de ser el primer país de Latinoamérica en decretar una cuarentena total
el 15 de marzo, Perú tiene más de 104.000 infectados y 3.000 muertos. El
miércoles ocupó el lugar 12 en el mundo en número de diagnósticos confirmados,
por encima de China continental y debajo de India.
Y
el verdadero alcance del desastre es mayor. Con más de la mitad de los casos
sin contar, según las estimaciones de varios expertos, las autoridades
califican al coronavirus como la pandemia más devastadora que ha azotado la
región desde que en 1492 los europeos trajeron a América enfermedades como la
viruela y el sarampión.
Los
peruanos están muriendo por cientos en sus hogares, por lo general en zonas
próximas a los mercados de alimentos que se han vuelto los focos de
contaminación más peligrosos, según las autoridades. Y la labor de recoger los
cuerpos recae en personas como Jhoan Faneite, de 35 años, y Luis Zerpa, de 21,
que abandonaron Venezuela hace dos años para huir de la crisis económica que
azota ahí.
“Todos
los días me encomiendo a Dios para no contaminarme”, dijo Faneite, que trabajó
como electricista en su natal Venezuela antes de emigrar a Perú, donde hasta el
mes pasado había unos 865.000 migrantes venezolanos.
De
lunes a domingo, incluso de noche y madrugada, los junta cadáveres conducen
coches fúnebres a través de los barrios ricos pegados al Pacífico, pero también
se internan entre colinas apretujadas de barriadas donde el virus golpea con
fuerza, ataviados todos con trajes de protección y caretas.
Y
así llegaron a la casa de Faustino a recoger su cuerpo. Una semana después, su
esposa Angélica murió en el hospital por el virus.
Otra
mañana de inicios de mayo recogieron el cuerpo de Marcos Espinoza, un
electricista de 51 años, soltero y sin hijos que vivía en una colina
polvorienta cercana al complejo arqueológico Pachacámac, el oráculo más famoso
del imperio Inca.
Óscar
Espinoza, hermano del fallecido, relató que Marcos intentó curarse bebiendo
agua de eucalipto con jengibre y limón. Le dolían los ojos como si se los
hincaran con un bolígrafo y poco antes de morir pasó revista a su vida mientras
orinaba en un cuenco de plástico. “¿Por qué me dio esta peste, si no hice daño
a nadie?”, alcanzó a escuchar Óscar, que dormía en el cuarto contiguo.
La
muerte de Marcos ocurrió la madrugada del viernes 8 de mayo a las 2:45 de la
mañana. Se echó en su costado izquierdo, se acurrucó en su soledad y murió
mientras dormía. Ocho horas más tarde Faneite, Zerpa y otro paisano, Luis Brito,
de 26 años, trepaban el cerro vestidos con un overol blanco, botas, guantes
dobles y una máscara que apenas les dejaba ver los ojos.
Cuesta abajo,
cargaron el cuerpo de Marcos y por momentos, para descansar, colocaban sobre el
suelo el cadáver envuelto en una bolsa de tela negra, mientras el viento
soplaba, los perros ladraban y los vecinos de la barriada sin agua ni desagüe
observaban en silencio el extraño suceso.
Debido
al aumento de la mortalidad, las autoridades han instalado casi dos decenas de
contenedores marítimos en los hospitales de Lima que mantienen los cadáveres a
cero grados.
La
funeraria peruana Piedrangel asumió un papel clave en Lima cuando nadie se
atrevía a recoger muertos por el nuevo virus. En marzo recogieron al primer
fallecido en Perú por COVID-19, un psicólogo que murió en la soledad de su
departamento de un edificio frente al Pacífico.
Edgard
Gonzales, uno de los cuatro hermanos propietarios de la funeraria, lo consultó
con sus dos hijos y se arriesgó. “Se puede abrir una puerta (oportunidad)”, les
dijo. No se equivocó.
Ahora
la funeraria no sólo recoge los cadáveres contagiados, también los crema en sus
dos hornos instalados en el interior de un cementerio y reparte las cenizas a
los deudos.
Ricardo
Noriega, vendedor de ropa de 77 años, no encontró un taxista que lo llevara al
hospital cuando enfermó y ningún familiar estuvo disponible. Entonces, se sentó
en el sillón principal de su sala y falleció mirando una pared donde tenía
colgadas las fotografías de su familia. Ahí lo encontró el personal de la
funeraria Piedrangel.
Luis
Zerpa, el hijo de Faneite, su compatriota Alexander Carballo y el peruano
Ángelo Aza envolvieron el cuerpo de Noriega que yacía en el piso de losetas
color caramelo junto a los carritos de plástico y los patines de sus cuatro
nietos pequeños.
El
peso de la muerte se siente cuando Faneite y sus colegas de la funeraria
Piedrangel recorren la ciudad. Los militares que controlan las vías capitalinas
se alejan espantados de la carroza cuando confirman que llevan cadáveres de
víctimas de COVID-19. Algunos uniformados, que en medio de la pandemia deben
continuar con sus labores, se persignan en silencio.
Más
de 5.000 policías han sido diagnosticados con la enfermedad, con 92 muertes, de
una fuerza de aproximadamente 100.000. El ejército ha sufrido niveles más bajos
de la enfermedad.
Cuando
Faneite regresa a casa de madrugada encuentra a su esposa dormida junto a sus
dos hijos pequeños. Entonces se cambia en silencio, se ducha y lava su ropa con
desinfectante.
A
veces hace gárgaras con agua salada y cuando está desesperado con agua
oxigenada.
Comenta
que debe mantenerse sano para su familia y eso incluye a sus padres ancianos
que se quedaron esperándolo en Venezuela.
“Antes que partan,
antes que llegue lo inevitable, quiero ir a verlos, quiero estar con ellos”,
dijo.
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