Mientras Joaquín Merchán amasaba la harina del pan en la panadería Nutibara, en Chiquinquirá, Boyacá, Colombia, sintió un olor extraño. Parecía ajo. Le dijo a su jefe, Aurelio Fajardo, que estaba mareado. Pero este, en forma de burla, le respondió que eso se llamaba guayabo.
Merchán, de unos 25 años, siguió trabajando en la masa, armó los panes y los metió al horno. En poco tiempo iban a llegar los clientes, principalmente niños, quienes eran enviados por sus padres por el pan del desayuno.
Como si fuera una premonición, ese sábado los niños vestían de negro. Iban de traje de paño, pues era la clausura de las clases. Salvo por este evento, sería un día como cualquier otro en el pueblo de 28.000 habitantes.
Unos minutos después, apenas los panes salieron del horno, el joven panadero, para no perder la costumbre, se comió dos bien calientes.
A esa hora de la mañana, las campanas de la iglesia sonaban convocando a las misas, los trabajadores del turno nocturno de la Nutibara ya habían dejado miles de panes listos, el sepulturero, Jesús Moreno, confiaba en que ese día se murieran por lo menos tres personas, narró Daniel Samper Pizano en un reportaje sobre lo ocurrido en este pueblo boyacense ese sábado 25 de noviembre de 1967.
Minutos después, en las casas del pueblo comenzaron a percibir algo extraño en el pan.
Blanca Elena Romero, una niña de nueve años que estaba desayunando con su familia, advirtió acerca de un sabor singular en la comida.
Su hermano Omar, de 10 años, ya había ido a comprar unos 20 panes, sin contar la ñapa, que era lo que alcanzaba con un peso en la Nutibara, ubicada en la calle 18 con carrera octava y una de las más importantes del pueblo.
Blanca Elena exclamó que ese pan estaba feo. “Este pan sabe como a envenenado”, aseguró en la mesa. Su padre la increpó y le dijo que “eso no se dice de la comida, eso es pecado”. Y sentenció: “se lo come”.
La niña ignoró las advertencias y decidió tirar el alimento a los pollos. Los animales lo devoraron en unos segundos y, minutos después, murieron.
No eran las ocho de la mañana cuando en este pueblo, famoso porque el 26 de diciembre de 1586 se apareció la virgen, se comenzaron a morir los niños. Unos tras otros fueron cayendo hasta llegar a unas 100 víctimas, todas por comerse un pedazo de pan al desayuno.
La historia del día que envenenaron a Chiquinquirá
Omar, que se comió dos panes, dice que pese a que han pasado casi 55 años, tiene ese recuerdo vivo, que nada de lo que sucedió ese día apocalíptico, cuando los niños como él iban desmoronándose de la nada por las calles, lo ha olvidado.
Ese día, hacia las 7 de la mañana, ya estaba despierto. Por ser uno de los mayores tenía a cargo abrir la peluquería de su padre. Primero fue a comprar lo del desayuno y luego abrió el negocio.
En ese momento vio que al frente de su casa salió una señora con un niño cargado que parecía muerto. La escena comenzó a repetirse constantemente en los sectores cercanos a la Nutibara.
Le advirtió a su padre, pero todo era confusión. Luego esa peste que estaba haciendo que los niños se desmayaran llegó a su hogar. Todos comieron pan en la casa de los Romero y uno a uno se fueron enfermando.
En la radio se hablaba de una extraña enfermedad en este pueblo y poco a poco fueron llegando periodistas desde Bogotá, entre ellos Carlos Caicedo, reportero gráfico de El Tiempo, quien tomó la foto icónica del envenenamiento de Chiquinquirá.
Las calles se convirtieron en un caos. A la llegada de la prensa se sumaron autoridades y personal de la salud, pues los tres médicos, la enfermera y las cinco auxiliares de turno no daban abasto. Se habla de que por lo menos 800 personas se envenenaron, pero hoy, 55 años después, no es clara la cifra ni de los afectados ni de las víctimas mortales.
Los muertos, oficialmente, son unos 100, pero hay quienes dicen que pueden ser muchos más, pues la producción llegó a veredas y corregimientos. Lo que sí es seguro, es que fueron más de 70 niños.
“Me acuerdo perfecto, perfecto de ese día, de sus calles, la gente corriendo despavorida con sus niños en los brazos, corriendo hacia el hospital por toda la 18 hacia arriba”, narró Romero.
Omar dice que al hablar de lo sucedido es imposible no sentir nostalgia. “Vuelve uno otra vez allá, cuando piensa en ese día, pues hay muchos sentimientos encontrados. Uno de esos es la nostalgia. El dolor de lo que se vivió ese día es indescifrable”.
Y más porque murió una de sus hermanas, quien apenas tenía nueve meses. Romero recuerda que a la bebé le daban unas colaciones al desayuno, pero ese día se acabaron y su padre le dio un pequeño pedazo de pan remojado, el cual alcanzó para matarla.
El hospital no daba abasto y cada vez llegaban más enfermos y muertos, entre ellos, la familia Romero. Omar no sintió nada durante las primeras horas del día y pudo recorrer las calles del pueblo, que seis meses atrás había sufrido de un terremoto que desmoronó las torres de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Pero entrada la noche, esos tres panes envenenados comenzaron a hacerle efecto.
Estaba mareado, así que unos tíos suyos, que llegaron desde Bogotá tras escuchar en la radio lo que estaba pasando, lo llevaron al hospital. “Todos su familia nos encontramos en el hospital, en diferentes sitios. Eran más de 500 personas en los corredores, patios, incluso recuerdo que con puntillas colgaban el suero en donde hubiera espacio. Uno habla de esto y vuelvo a revivir la tragedia”, rememoró Romero.
Algo similar le pasó a su hermano, Carlos Alfonso, de 11 años, quien es conocido como ‘el niño en el sofá’ o ‘el muerto en vida’, tras ser retratado por Caicedo. Él es el protagonista de la foto de la tragedia.
No había sentido mayores dolores tras el desayuno, pero entrada la tarde, mientras escuchaba en la radio la narración del horror en el pueblo, un familiar suyo se lo llevó para el hospital porque parecía muerto.
Fue allí, en el San Salvador, donde Caicedo tomó la foto que fue la portada de este diario del 26 de noviembre de 1967 y se publicó en la revista Life. A Carlos Alfonso, como estaba tan mal y no se movía, lo dieron por muerto.
Así que lo ubicaron con los demás cadáveres. Los periodistas estaban en el hospital buscando información cuando advirtieron movimientos en el grupo de los supuestos muertos. Era él, quien alcanzó a reaccionar. “Lo sacaron porque vieron que se movió”, dijo su hermano, y en ese momento lo acomodaron en un sofá y Caicedo le disparó con su cámara.
“El propio ministro de Salud recetaba a los enfermos, mientras sacerdotes imponían sus santos óleos a diestra y siniestra”, narró Samper Pizano en un reportaje titulado ‘El día que envenenaron a Chiquinquirá’.
Al San Salvador también llegó el panadero, quien también falleció. Cuentan que le salía sangre por la nariz, los oídos y por la boca, que el cuerpo se le reventó.
Al final del día los ataúdes se acabaron y tocó buscarlos en otras ciudades y los entierros tuvieron que ser por tandas, pues no había espacio para llorar a tanto muerto. Y el sepulturero, escribió Samper, estaba tan conmovido que no quiso ni aceptar propina y “al final del mes se conformó con sus 500 pesos de salario”.
Así llegó el veneno que mató a unas 100 personas a Chiquinquirá
Todo era un misterio. Nadie sabía por qué se estaban muriendo los niños, no había explicación de esa peste.
En un principio se creyó que era el agua, por lo cual se cerró la bocatoma que abastecía el agua potable. Pero cuando se comenzó a preguntar por lo que habían comido los enfermos, se dieron cuenta que la mayoría solo había desayunado pan.
Los pollos en la casa de los Romero fueron clave para conocer lo que sucedía y así lo registró El Tiempo en uno de sus titulares del 26 de noviembre: ‘Dos pollos dieron clave de la causa’.
Por eso, el grito desesperado de Fajardo es uno de los más recordados de ese día: “No coman pan, no coman pan que está envenenado”, exclamó al enterarse que su producto estaba matando a la gente. Todo fue caos y confusión e, incluso, intentaron linchar al dueño de la panadería, pues lo señalaron como el culpable.
Las respuestas estaban en la panadería, donde una serie de insucesos llevaron al desencadenamiento de esta tragedia.
Los trabajadores del turno nocturno de la Nutibara, además del olor extraño, notaron que la harina con la que estaban preparando el pan estaba un poco mojada. No le prestaron mayor atención al detalle, pues era algo que podía pasar. Pensaron que era agua. Siguieron con la producción, que era alrededor de 6.000.
Unas horas antes de iniciar la preparación de estos panes, en la noche del viernes, el dueño del Almacén Mi Granjita, Luis Alberto Rodríguez, tuvo una discusión con un conductor que le había llevado desde Bogotá unas cajas con 24 frascos de folidol para vender en su negocio.
Las cajas fueron puestas boca abajo y, por si fuera poco, uno de los frascos se quebró en el camino. Era un líquido peligroso, tanto así que tenían unas calaveras rojas advirtiendo sobre su letalidad.
En ese mismo camión, de la empresa Transportes Metoca, iba la harina de la Nutibara. Ese era el olor extraño, como a ajo, y la causa de que los bultos estuvieran mojados.
Pero nadie advirtió ni que la harina iba acompañada de un veneno peligroso, ni que las cajas del veneno fueron puestas al revés y, mucho menos, que el frasco quebrado se derramó en 10 de los 30 bultos. Y a Rodríguez, tras su alegato con el conductor, no se le ocurrió preguntar qué más había en el camión.
El conductor, Eresmildo González, aseguró a Hernando Martínez, uno de los enviados de este diario, que sí percibió un olor fuerte, pero creyó que la gasolina del camión se estaba derramando.
“Yo recogí el cargamento en Bogotá y lo coloqué sobre la harina sin imaginarme que al romperse o derramarse el líquido sobre los bultos constituyera el causal para una tragedia por la cual inocentemente me encuentro detenido”, relató. González fue capturado hacia el mediodía por agentes del F-2, pero finalmente fue liberado.
A Fajardo, el dueño de la Nutibara, le tocó irse del pueblo acusado de ser el causante de la desgracia. Vendió la casa –mal vendida– y en este lugar nunca más se volvió a vender pan.
El pueblo hoy, a casi 55 años del pan envenenado
Chiquinquirá nunca volvió a ser igual, pero con los años la tragedia se ha ido olvidando y prácticamente solo está latente en la memoria de las víctimas.
Muchos de quienes sobrevivieron se fueron del pueblo, como los Romero, quienes en diciembre de 1972 arrancaron para Cali porque un médico le recomendó a Tomás Alfonso, el padre de Omar, que si quería vivir unos años más debía mudarse a tierra caliente, pues estuvo tan grave que le alcanzaron a dar la extremaunción y se salvó milagrosamente.
Omar cuenta que con los años ha cogido “la madurez suficiente” y no habla de culpables por lo que sucedió. “Uno ya no califica quién pudo haber sido el culpable, cómo lo hicieron, por qué lo hicieron, si hubo culpa, no hubo culpa. Esas cosas no”.
Pero sí cuestiona que en Chiquinquirá no hay un monumento ni una placa conmemorativa por las víctimas: “Uno dice, bueno, es una tragedia, la sentimos nosotros, pero ahí quedó”.
En las calles del pueblo se habló durante años de lo que pasó, pero ya hoy son pocos quienes recuerdan los hechos. “Sí, lo del pan”, “yo comí”, “yo no comí”, son algunas de las respuestas de los transeúntes desprevenidos al preguntarles por ese 25 de noviembre. Sin embargo, son más quienes dicen que no saben de lo que sucedió.
La Nutibara hoy es una casa cualquiera, una más del pueblo, aunque conserva su estructura y funciona otro tipo de negocio, nadie que pase por allí se va a imaginar que la madrugada de ese sábado por una serie de descuidos y de coincidencias hornearon miles de panes envenenados que terminaron matando a unas 100 personas y provocaron que más de uno haya dicho: “no vuelvo a comer pan”.
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