Me es muy difícil hablar acerca de un tema tan personal y subjetivo como el perdón, y más aún intentar convencer
a otros a que perdonen, pues sería incluso atrevido e irrespetuoso con
su dolor. De lo que sí puedo hablar es de que yo, Yadira Perdomo,
perdono.
Primero hay que entender el difícil
proceso que se nos viene al sufrir una pérdida irreparable. Lo que perdí
fue la movilidad de mi cuerpo a los 16 años. El dolor y la amargura,
con justa razón, inundaron mi vida y las de todos los que me rodeaban,
contaminando momentos y personas que no lo merecían.
Ocurrió el 25 de agosto de 2009 en mi colegio, el Gimnasio Campestre Los Alpes, en Bogotá.
Diez minutos antes de terminar la clase, unos compañeros lanzaron una
cartuchera a un zarzo, y yo, como era “la bobita del salón”, me subí. Lo
hice porque sentí la presión sicológica de todos gritándome que lo
hiciera. Dos amigas me hicieron ‘pata gallina’, y mientras subía
escuchaba las voces de los demás insultándome.
Cuando estuve arriba tiré la cartuchera y
luego, al apoyarme para bajar, un compañero, Nicolás Hernández, cerró
la ventana, que me impulsó hacia atrás. Caí primero sobre un pupitre y
luego al suelo. No llamaron ambulancia, sólo me mandaron para enfermería
y después para mi casa. Cuando llegué, mi hermano me tuvo que alzar
porque ya tenía dormidas las piernas. Entonces me llevaron para la
clínica El Bosque. Me diagnosticaron fractura en la vértebra lumbar,
trauma craneoencefálico y pérdida total del control de esfínteres.
Nunca hubo un perdón sincero de parte de
quienes me hicieron eso. En el juicio ellos eran muy déspotas, me
miraban mal. La familia de él se burlaba, creía que podían pasar por
encima de nosotros. Lo único que mostramos fue decencia, nunca les
dijimos una mala palabra. Menos mal ya hubo fallo condenatorio a nuestro
favor. Aun así, creemos que el veredicto de la jueza no es suficiente,
por eso lo apelamos.
Antes de ese momento que me partió la vida yo quería ser guitarrista de heavy metal. Pero después de terminar el bachillerato, me di cuenta de que cuando nuestra alma está turbia no salen las melodías: la guitarra suena fuerte, todos ven la ira en la forma como tus manos tocan el instrumento. Ahí supe que tenía que perdonar.
Por intermediario de Juan David Laverde,
periodista de El Espectador, conocí a Gustavo Dudamel, director de la
Filarmónica de Los Ángeles. Él fue fundamental en mi duelo. Me decía:
“El valiente perdona y el cobarde busca venganza. Si tú quieres hacer
música, tienes que perdonar. Un músico necesita su alma limpia para
interpretar”.
También me ayudó un cura, que me dijo
que no me preocupara por la justicia del hombre, sino que lo dejara en
un poder divino. Como él, mi familia fue fundamental en este trasegar
para volver a aceptarme.
Al perdonar me liberé y liberé a mi
familia de tristezas y amarguras. Perdonar y entender es lo que nos
diferencia de nuestro agresor, quien nunca tendrá reposo ni paz. Al
perdonar, mi pérdida y mi sufrimiento adquirieron un significado, habrán
servido a un propósito mayor divino, que es lograr la paz para los
demás y para nosotros mismos. Al perdonar mi mente está dispuesta hacia
mi futuro y hacia las oportunidades que se me ofrecen y que no lograría
captar, ciega del rencor y la frustración.
Pero para perdonar deben cambiar las
situaciones que provocaron pérdida y dolor. ¿Cómo podría perdonar
alguien que ha sufrido una pérdida, si ésta sigue presente para los
demás? ¿Cómo hacerlo en las zonas
apartadas donde la violencia persiste? ¿Cómo podría perdonar la madre
que pierde a su hijo por desnutrición o enfermedad y ve cómo les ocurre
lo mismo a otras familias?
Por supuesto que no se olvida, pero a
veces, cuando la adversidad nos alcanza, no es para hacernos daño. A
veces llega para obligarnos a ser mejores. Yo perdono a Nicolás y a
todos porque su daño me hizo fuerte. Pero les doy las gracias porque me
enseñaron a vivir, a ser más valiente y a nunca borrar la sonrisa que
llevo. Es irónico, pero gracias a ese daño valoro más la vida.
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