Una crisis de gobernabilidad se caracteriza por una pérdida de
credibilidad en las leyes y las instituciones; la ética se resquebraja,
pierde su capacidad de control y la sociedad entra en turbulencia, en
estallidos que requieren un nuevo orden ético.
El afán de permanencia del gobierno y la obsesión de la oposición en
sustituirlo configuran un cuadro de tensiones que pone en peligro a su
democracia burguesa. Desde que las fuerzas se equipararon con el triunfo
de la oposición en las parlamentarias la legalidad comenzó a
agrietarse, la tensión entre el ejecutivo y el legislativo se viene
resolviendo con las intervenciones del poder judicial. El costo se paga
en credibilidad de todo el sistema, de sus leyes. Queda evidente la
inclinación del poder judicial, que fabrica con rapidez sentencias a la
medida de las necesidades del ejecutivo (no discutamos si son o no
legales), lo que salta a la vista es que son a petición; a una necesidad
surge rauda una sentencia.
La asamblea pierde majestad al aprobar resoluciones también en el mismo
corte, sabotea al ejecutivo, pretende quitarle facultades, asume
funciones que no le corresponden.
Ya ese cuadro sería suficiente para darse cuenta de que se está
vulnerando la credibilidad en el sistema, que se presenta desnudo, queda
evidente, las leyes y las instituciones son válidas en cuanto protegen
unos intereses, en este caso de los capitalistas que capturaron la
revolución, o de los capitalistas atrincherados en la asamblea.
Si lo anterior no fuese suficiente, el revocatorio ha traído la
transparencia que faltaba: se recurre al judicial para monitorear al
poder electoral, se pide que el judicial debe pronunciarse sobre las
firmas falsificadas y tomar decisiones sobre las atribuciones del poder
electoral.
Es evidente que se abusa del TSJ para resolver los problemas políticos,
se le pide desde declarar traiciones a la patria, amarrar a la asamblea,
aprobar decretos del ejecutivo, hasta intervenir al poder electoral. La
asamblea actúa cada vez más como un poder paralelo, de esta manera el
país está sumergido en una guerra política que surfea en la dificilísima
situación económica.
Los amigos de la democracia burguesa, desesperados, llaman a un diálogo
que está negado por los intereses de los bandos, nadie cede, nadie
afloja, los dos bajan al abismo mordiéndose los calcañares.
El milagro sería que la pérdida de credibilidad en las leyes y las
instituciones, que ya se presenta con brotes aislados, no estalle en
algo de mayor envergadura. En este augurio no debe haber mayores dudas,
la pregunta clave es quién llenará el vacío que se presenta, cómo se
restituirá el control social.
Lamentablemente, los que están disputando la dirección de la sociedad
son fracciones capitalistas, y han dado muestras de falta de visión de
Estado, de estrategia profunda, se comportan como dirigentes
estudiantiles o sindicaleros de tercera, cuya política se reduce a la
táctica, a la zancadilla, al efectismo, miopes en la discusión de un
contrato o en la elección de un centro de estudiantes. Es así, estamos
presenciando las escaramuzas dirigidas por sargentos y cabos, restos de
lo que fueron poderosos ejércitos dirigidos por Generales de alta monta.
No obstante, nunca hay que olvidar que es en las batallas cuando los
pueblos y los dirigentes aprenden con más velocidad, y no olvidemos que
las crisis son revolucionarias, ponen a prueba a los revolucionarios, su
temple, su alma. Nada impide que un día aparezca en escena, como un
relámpago, la opción Socialista, Chavista, y un nuevo ¡por ahora!
ilumine el cielo de la Patria verdadera.
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