Interrogante que abordamos discutiendo si las diferencias entre
hombres y mujeres son expresiones de disparidad biológica o, por el
contrario, creaciones sociales con poco o ningún fundamento biológico.
La lógica biologicista imperante, con carácter de verdad universal y
de gran fuerza persuasiva, postula el estatus secundario de la mujer en
la sociedad. Desvalorización fundamentada en el determinismo biológico
que no ha sido demostrada a satisfacción. Un segundo planteamiento ubica
la desvalorización universal de las mujeres como un problema cultural.
No se afirma que los hechos biológicos sean irrelevantes, ni que hombres
y mujeres no sean distintos, sino que estos hechos y diferencias sólo
adquieren significación de superior-inferior a partir de la cultura y el
sistema de valores.
Autores acotan que detrás de la lógica binaria hombre-mujer existe
una construcción cultural, que identifica a la mujer con la naturaleza y
al hombre con la cultura, justificando tal situación de asimetría y
jerarquía. La naturaleza –suerte de orden de existencia inferior– por
oposición a la cultura que permite a la humanidad trascender las
condiciones de la existencia natural, doblegándolas y controlándolas
según sus propósitos e intereses. Correspondería al hombre la tarea de
crear cultura con fines de “trascender, por medio de sistemas de
pensamiento y tecnología, los hechos naturales de la existencia”. El
cuerpo de la mujer, sus naturales funciones procreadoras y los roles
social que de allí se derivan con carácter impositivo, la sitúan en
mayor proximidad a la naturaleza en comparación con la fisiología del
hombre, que le permite mayor libertad para emprender los planes de la
cultura.
LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL GÉNERO
Mientras sexo se refiere a las diferencias biológicas entre hombres y
mujeres, el género, más allá de la biológía, es una creación
socio-cultural del sexo. Acoge todos los rasgos no biológicos,
socialmente construidos asignados a hombres y mujeres, que definen en
cada época, sociedad y cultura los contenidos específicos de ser mujer o
ser hombre. Cada cultura y grupo dominante acuerdan sus estereotipos
como “únicas e invariables” formas de ser hombre y mujer.
Indefectiblemente todas las culturas erigen su clasificación sexual a
partir de la biología.
La cultura define lo femenino y lo masculino, dando lugar a un
sistema de poder basado en la jerarquía de géneros, relación asimétrica
de dominación-sujeción que le adjudica poder hegemónico a lo masculino y
subordinación a lo femenino. Legitima e invisibiliza tal asimetría y al
legitimar, condiciona como se admite o se resiste la
exclusión-discriminación.
La identidad femenina está definida más por su relación con lo
masculino que por su propia esencia, generando una concepción dicotómica
del género, donde lo que se atribuye a uno es negado al otro. Dualidad
que se manifiesta en diversas dicotomías sociales, tales como lo privado
y lo público, la razón moral y la instrumental, la protección y la
producción, la cooperación y la competencia.
La ideología de la domesticidad, define la estructura del mercado de
trabajo y del trabajo familiar, sustentando que los hombres
“naturalmente” pertenecen al mercado porque son competitivos, agresivos y
se focalizan en logros y autonomía; mientras que las mujeres pertenecen
al hogar en razón de su “natural” focalización en las relaciones, los
niños y la ética del cuidado.
Desde la perspectiva laboral, muchas mujeres, presas de la ideología
masculina dominante, incorporan a su repertorio valorativo la concepción
de éxito profesional, competitividad y poder como vía de ascenso
social. Ello no necesariamente es indicativo de una transformación
profunda, en razón de que continúan orientadas hacia lo doméstico, lo
afectivo, lo relacional y lo estético. Mientras que los hombres al
poder, al éxito profesional, al mundo de las decisiones públicas.
IMPERATIVOS CULTURALES: BELLEZA FÍSICA Y JUVENTUD COMO VALORES
En un mundo globalizado se propaga sin control un modelo estético que
parece conducir a la procura de la belleza y juventud artificial, con
la consecuente proliferación de la oferta médico-estética. La cirugía
posibilita a las personas modificar, de acuerdo con los cánones de
belleza imperantes, su cuerpo e imagen, permitiendo la “reinvención
instantánea del yo”.
Fama, consumismo y globalización asoman como las tres fuerzas
culturales que condicionan la procura de la cirugía en tanto vía para
alcanzar el modelo estético imperante. Los medios de comunicación dan
cuenta de famosos y famosas que gracias a la medicina y cirugía estética
han logrado la promesa de belleza y juventud artificial. El mercado
médico y el crediticio, los productos de belleza y aparatos para
conservarla, promueven la compulsión al consumo estético. La
globalización transmite e impone angustias e inseguridades en torno al
reto de la imagen corporal, la puerta que abre o cierra oportunidades.
La cultura de la cirugía estética da respuesta a temores sociales:
apariencia de vejez ante un avasallante sector joven que amenaza con
desplazar en el entorno laboral y en el plano amoroso. En un mundo que
demanda gente joven y bella, las intervenciones quirúrgicas se
convierten en la solución mágica para mejorar la apariencia, la vida, la
carrera profesional y las relaciones.
La edad al igual que el sexo es utilizada como base para
clasificaciones sociales. Ser joven legitima, valoriza y asigna
prestigio y, por ende, en el mercado de los signos todo aquello que
exprese juventud tiene alta demanda.
La “reinvención instantánea del yo” mediante procedimientos
quirúrgicos se complementa entonces con la juvenilización, el esfuerzo
de parecer joven incorporando a la apariencia signos propios de los
modelos de juventud popularizados por los medios. Lo juvenil no es más
que un producto de mercado que se puede adquirir permitiendo el
reciclaje de la apariencia etaria.
El modelo estético y la juventud “artificial”, en tanto imperativos
culturales, también invaden e imponen su lógica en el ámbito laboral.
EL ÁMBITO LABORAL
Impera una “ética masculina”, que identifica la gerencia efectiva con
características atribuidas al hombre: actitud decidida para resolver
problemas, habilidades analíticas para producir planes, capacidad para
dejar de lado el plano personal y una supuesta superioridad cognitiva en
la resolución de problemas y toma de decisiones. Tradicionalmente se
cree que las mujeres carecen de tales rasgos y comportamientos
considerados prerrequisitos para un liderazgo efectivo. La ética
masculina que impregna la estructura de muchas organizaciones
obstaculiza e influye en el acceso y participación de la mujer en
puestos directivos.
Sin embargo, en el mundo laboral tiene lugar un interesante cambio,
las mujeres han descubierto que aquellos roles distinguidos
tradicionalmente como femeninos –cooperación y soporte, relacionados con
la “maternidad”– constituyen su ventaja competitiva. Aprendizaje que
les ha permitido desarrollar un estilo de gestión que se distancia del
modelo masculino, basado en el poder y en el control de los recursos
para motivar a los otros.
¿BATALLA GANADA?
A pesar de la entrada y ascenso de la mujer en el mercado laboral,
aún persisten situaciones de segregación de género con limitación de las
oportunidades de avance. La mujer se encuentra entonces frente a una
situación dilemática: asumir las asignaciones socio-históricas de lo
femenino en tanto construcción masculina; asumir para sí los atributos
masculinos, con la consecuente masculinización; o, en tanto tercera vía
en construcción, la reconceptualización de los géneros, redefinición de
la masculinidad y la feminidad a partir de una nueva ética de inclusión y
respeto. En resumen, desmantelar las estructuras discursivas y sociales
en las cuales se sostiene la desigualdad.
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