Un implante que causa orgasmos con tan sólo pulsar un botón.
Este es el titular que recientemente hace eco en los medios
internacionales. Se trata del Orgasmatrón, una pequeña caja conectada a
la columna vertebral que emite señales de placer a discreción.
Patentado por el doctor Stuart Meloy, esta tecnología tiene una historia extraña y fascinante.
Los informes recientes de noticias están basados exclusivamente en un artículo de hace 13 años de la revista New Scientist,
el cual apareció hace poco en el sitio web Reddit, un marcador de
noticias donde los usuarios votan por el contenido que más les gusta.
Durante este largo tiempo Meloy había intentado atraer el interés -y a inversionistas- para su dispositivo, pero no tuvo éxito.
Meloy es médico y cofundador de Advanced Interventional Pain
Management, una clínica que trata a pacientes con dolores crónicos. Fue
allí donde comenzó a trabajar con implantes electrónicos que, conectados
a los nervios de la columna vertebral, envían leves pulsos para aliviar
el dolor crónico.
En una oportunidad, luego de recibir el implante, uno de los
pacientes dijo haber tenido un extraño efecto secundario nada
indeseable: el dispositivo emitió sensaciones intensas de placer.
Meloy se dio cuenta de que tenía en sus manos una poderosa tecnología
que podría ser usada para tratar a hombres y mujeres con disfunciones
sexuales.
En el cajón
Un paciente con dolor recibió el implante y dijo haber experimentado sensaciones de placer intensas. Foto: Stuart Meloy / BBC.
Esto sucedió hace más de una década y, mientras que Meloy disfrutaba
de una exitosa carrera como médico, el desarrollo del Orgasmatrón se
estancó.
Uno de los obstáculos para la comercialización del producto son los
materiales que se necesitan, como el generador, que cuestan unos
US$25.000.
Meloy confía en que el Orgasmatrón podría funcionar con una fuente de
energía mucho más pequeña, la suficiente para soportar una hora diaria
de uso. "En mi humilde opinión, no creo que sea tan necesario recibir
constantemente impulsos eléctricos para tratar la disfunción sexual",
sostiene. "Algunos debemos ir a trabajar".
Desafortunadamente, no existe una alternativa apropiada y él no ha
logrado convencer a algún laboratorio médico de que diseñe una.
También está el problema de quién pagaría por semejante implante.
"Las compañías de seguros no costearían algo experimental o en fase de
investigación", explicó.
Si bien Meloy colocó cientos de dispositivos en pacientes para
tratamientos de dolor -algunos de los cuales se vieron beneficiados de
sus conocidos efectos secundarios-, implantarlos específicamente para
tratar disfunciones sexuales violaría las normas.
A pesar de los titulares, el dispositivo aún no ha demostrado ser un
tratamiento efectivo para la disfunción sexual y cualquiera que piense
en fingir dolores para recibir uno se arriesga a llevarse una decepción.
Para que la Agencia de Control de Alimentos y Medicamentos (FDA, por
sus siglas en inglés) apruebe el dispositivo, Meloy debe realizar una
prueba clínica que cuesta unos US$6 millones. "Dinero del cual no
dispongo ahora mismo", suspira.
Centro del placer
Centro del placer
Meloy no es el primero en toparse con la idea de instalar botones de placer en humanos.
En los años 50, otro médico estadounidense llamado Robert Gabriel
Heath, que trataba trastornos psicológicos en el Departamento de
Psiquiatría y Neurología de la Universidad Tulane en la ciudad de Nueva
Orleans (EE. UU.), quería desarrollar algo que fuera tan efectivo como
una lobotomía –una práctica aún relativamente popular en ese tiempo-,
pero mucho menos destructiva.
Lo logró por medio de la electroterapia, por medio de tornos dentales
para hacer pequeños hoyos en los cráneos de sus pacientes. Por ellos,
insertaba delgados electrodos de metal, de manera que se pudieran
administrar impulsos eléctricos directamente al cerebro.
Heath descubrió que si activaba el área septal, podía inducir una
oleada de placer que suprimía el comportamiento violento de algunos de
sus pacientes. Luego, al darles su propio interruptor del placer, los
pacientes eran capaces de tratar sus cambios de ánimo.
Si bien un paciente se administró 1.500 dosis en un lapso de tres
horas, por lo general mostraban un sorprendente autocontrol (a
diferencia de las ratas expuestas al mismo procedimiento, las cuales se
lo administraron hasta el agotamiento).
Se cuenta que el botón de placer de Heath le valió una visita de la
Agencia Central de Inteligencia. Los agentes querían saber si la
tecnología podía usarse para infligir dolor a enemigos de estado en
interrogatorios o incluso para controlar sus mentes. Heath los echó del
laboratorio.
"Si quisiera ser un espía, lo sería", vociferó en una entrevista con The New York Times. "Yo quería ser un doctor y practicar la medicina".
Sin embargo, algunos de los contemporáneos de Heath vieron las amplias repercusiones de manipular las emociones.
"No tan rápido"
"No tan rápido"
José Manuel Rodríguez Delgado fue otro investigador que intentó manipular las sensaciones de placer en el cerebro.
Rodríguez conectó estimuladores cerebrales eléctricos a transmisores
de radio, poniendo al sujeto efectivamente bajo control remoto.
Este experto confiaba tanto en su tecnología que hizo una prueba con
toros. Se metió en un rodeo con uno de estos animales de experimento y
fue capaz de detener al toro antes de que cargara contra él. También lo
hizo bramar y girar en círculos con sólo un toque de su control.
Pero Rodríguez no pudo controlar algo más poderoso: la opinión
pública. En 1969, el especialista publicó su libro Physical Control of
the Mind: Toward a Psychocivilized Society (Control físico de la mente:
hacia una sociedad psicocivilizada), en el que hablaba sobre los
implantes cerebrales. En él, -ingenuamente- le restó importancia a las
perspectivas dignas de una novela de Orwell y animaba a la gente a
aceptar esta tecnología.
"Si todos estuviéramos de acuerdo en recibir implantes para controlar
nuestro temperamento y nuestros traumas, el mundo sería un lugar
mejor", sostenía.
Un año después, la polémica se reavivó cuando dos colegas suyos
sugirieron que los dispositivos se podían utilizar para aplacar a los
ciudadanos afroamericanos que se manifestaban en varias ciudades
estadounidenses.
Los fondos desaparecieron y con la llegada de medicamentos efectivos
para tratar enfermedades mentales, la estimulación eléctrica del cerebro
se diluyó en la oscuridad y, con ella, las cajas de felicidad.
Si bien Meloy se muestra entusiasta sobre los potenciales beneficios
de sus dispositivos, usarlos como medio de control social "no es algo
que apoye". Sin embargo, con este renovado interés, espera que el
Orgasmatrón tenga una segunda oportunidad de hacerse realidad.
Si eso llegara a suceder, ¿veríamos botones de placer sobresaliendo de los cuerpos de la gente?
"No tan rápido", dice la doctora Petra Boynton, investigadora sexual del University College London.
"Aún no he visto un dispositivo, medicamento o producto que ofrezca
resultados significativamente mejores que los placebos para tratar
problemas sexuales", aclara.
"Me preocupa la idea de que se ofrezcan intervenciones quirúrgicas en
casos que probablemente se tratarían mejor con terapia, o con
información sobre las opciones a la hora de obtener placer y el
funcionamiento de nuestros cuerpos".
Por lo tanto, si el Orgasmatrón llega alguna vez al mercado, tenga en
cuenta que ya tiene una caja de felicidad apoyada sobre sus hombros y
quienes decidan tomar la ruta tecnológica deben asegurarse de saber
quién pulsa el botón.
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