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lunes, 19 de agosto de 2013

Sepa por qué Leopoldo Castillo se fue de Globovisión

Quedó claro una vez más que las rebeliones en las empresas privadas son sofocadas mediante el clásico procedimiento de la cajita de cartón y la carta: al que no le guste, recoja sus peroles y pase por Recursos Humanos.

En lo sucesivo tendremos una nueva efeméride patria. La memoria histórica dirá que en 2013, tal día como el 16 de agosto, Leopoldo Castillo ofreció la mayor contribución que cabría esperar de alguien como él al bienestar colectivo: pasó a retiro. Por supuesto que la fecha será recordada siempre y cuando el individuo no regrese más, cosa que está por verse.
Lo mejor de todo es que fue por decisión propia o, en tal caso, por “cuestiones de política internas” de ese cuerpo extraño, de ese ornitorrinco postmoderno llamado Globovisión, que, en palabras del ex ministro de Comunicación e Información, Ernesto Villegas, es como un Tea Party con antena. No se cumplieron las profecías tantas veces lanzadas por pitonisos y expertos (que en algunos casos son una misma persona), según las cuales a la planta televisiva llegaría una horda de malvivientes de franelas rojas y sacaría al fulano citizen a punta de palo, puño y bofetá (lo cual tenía bien merecido, según algunos radicales). Nada más lejos de eso, simplemente, el hombre terminó su programa ese viernes cualquiera e hizo como Mano e’ Piedra Durán cuando estaba peleando con Sugar Ray Leonard y, así, de sorpresa, dijo “¡no más!” y se fue a su esquina. Triste historia la de Durán, dicho sea de paso, porque después de ser uno de los gladiadores más mascaclavo tuvo que calarse que, en plena calle, le gritaran “¡gallina, gallina!”. Así son los fanáticos.
Francamente, no todo es para alegrarse en el caso de la salida del aire del embajador Castillo, quien, por desgracia, deja de súbito a una pila de adictos sin la droga de la que dependen. Vaya usted a saber lo que puede ocurrirle a esta pobre gente. Además, hay que tomar en cuenta que simultáneamente les quitaron otro estupefaciente de los duros, los espacios de Jesús Torrealba, el pretendidamente popular (¡uff!) “Chúo”. Sin perico y sin piedra de un solo golpe, es como mucho síndrome de abstinencia para un toxicómano mediático. Es un peligro latente porque la gente en esas condiciones es capaz de cualquier cosa. En contrapartida, el mutis del moderador (bueno, a mi no me culpen: así se llama ese trabajo, aunque suene irónico) al menos debe significar que no se incorporen nuevos adictos.
Otro detalle alentador de lo ocurrido es que puso de bulto la ecuación de los medios de comunicación en la esfera capitalista: libertad de expresión = propiedad privada, una cosa más vieja que las ánimas, pero que mucha gente de aquí y de ahora se empeña en no digerir. Empleados, ex empleados, relacionados y asomados del ornitorrinco postmoderno protagonizaron, tras el anuncio de Castillo, una especie de rebelión sifrina. Algunos, como a Mano e’ Piedra, comenzaron a llamar gallina al renunciante. Otros lo elevaron a la categoría de mártir (así son los fanáticos…) Los trabajadores molestos impidieron que esa noche saliera al aire la programación regular del canal, noticiero incluido. Se armó una sampablera en predios de Twitter, pero, como dijo un opinante inequívocamente escuálido, “Globovisión es una empresa privada y los trabajadores no pueden sabotear a las empresas privadas por motivos personales, no laborales”. No sabemos si quiso decir que podrían hacerlo si fuera una empresa del Estado o un organismo público, pero tenemos derecho a inferirlo. En todo caso, quedó claro una vez más que las rebeliones en las empresas privadas son sofocadas mediante el clásico procedimiento de la cajita de cartón y la carta: al que no le guste, recoja sus peroles y pase por Recursos Humanos.
Del mismo modo ha sido morbosamente interesante ver cómo tratan el tema los otros medios opositores. Han escrito sobre estas truculencias, pero con sumo cuidado, tratando de que la gente culpe –cuando no– al rrrrégimen, mas sin alentar ese tipo de motines contra las sacrosantas líneas editoriales dictadas por los dueños de los medios, que son, por extensión, los dueños de la libertad de expresión. Han visto ardiendo la sala de redacción del vecino y por eso han puesto las suyas en remojo.
Fuente: Correo del Orinoco




 
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