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jueves, 29 de septiembre de 2016

La mujer que compartió su vida con Manuel Marulanda cuenta su historia


Trabajaba con él en sus documentos. Era su asistente y su escolta
Durante 24 años la mujer que compartió con el fundador de las Farc cuenta que él siempre vivió en la misma zona del país, confiesa sus rutinas y explica por qué el enemigo no logró matarlo.

“Al camarada lo conocí en 1983, por el mes de noviembre. Lo vi en un campamento que llamábamos El Palmar, en el área de Casa Verde. Estábamos en el aula, organizando una medicina con otra compañera; me asomé a la ventana y lo vi en el patio de formación. Me llamó la atención por la forma como iba vestido; parecía un ganadero. Yo llevaba dos años y medio de haber ingresado. Me habían trasladado para ser guardia del secretariado. Se supone que era por dos años y luego venía el relevo.

Él se acercó a saludarnos, como siempre lo hacía. Cada vez que veía un grupo nuevo, preguntaba de dónde veníamos. Al comienzo fue una relación de combatiente y superior. Por esa época se empezaron los acercamientos con el gobierno de Belisario Betancur. En Uribe se hizo una reunión con la comisión del Gobierno, así que nos fuimos a atender la comisión. Yo sentía que él se acercaba más, pasaba a saludarme, preguntaba qué estábamos preparando. Así pasaron varios meses.

Después regresamos a El Palmar, a organizar todo porque se iban a firmar los acuerdos de cese el fuego, del 28 de mayo de 1984. Había que arreglar el campamento, los salones, toda la logística. Él tuvo un accidente: se cayó de una mula blanca, se golpeó la cara y se fisuró una costilla. Como yo había tomado cursos de enfermería, lo tuve que atender… ahí empezó todo.

Faltó poco para que cumpliéramos 24 años de relación. Nunca nos separamos. Yo tenía 20 años y él 55; eran más de 30 años de diferencia, pero eso no fue problema.

Fueron muchas las veces que lo mataron. Nosotros lo oíamos por la radio; lo veíamos en la prensa y nos daba risa lo que inventaban: que tenía una enfermedad terminal, que estaba herido. Era propaganda negra del Estado. En Casa Verde cargaba una carabina M1; son livianas y cómodas de cargar.

Claro que hubo momentos muy difíciles, como los enfrentamientos con el Ejército o los bombardeos, pero el camarada le daba mucha seguridad y confianza a uno por su forma de ser. Uno con él aprendía a estar alerta, a tener la adrenalina a tope. Siempre fue muy cauteloso; no le dio papaya al enemigo; era precavido, atento. Por eso el enemigo nunca pudo matarlo.

La guerra

El bombardeo a Casa Verde duró ocho días; fue muy fuerte. Él siempre estuvo orientando qué hacer, cómo evacuar heridos, qué hacer con los que fallecieron. No combatía. Después de esos bombardeos, nos ubicamos en el área de Guayabero; luego hubo otro bombardeo y asedio de la tropa. Las operaciones Destructor I y II, en el año 97, nos tocaron cerca; estábamos en las sabanas del Yarí.

En el trasegar de la guerra, conocí sitios hermosos a su lado. Recuerdo las cabeceras del río Leyva, un afluente del río Guayabero; el mismo cañón del Guayabero, ese sector fue bombardeado en 1964. Vi unas llanuras inmensas, como los llanos del Yarí; el río Duda, que fue la zona de él desde que salió de Marquetalia.

Esa zona lo protegió y lo abasteció siempre. Es una región muy rica en pescado. Él salió de Marquetalia hacia el cañón del Guayabero; luego tomó para Uribe. Después salimos para el Yarí, en el Caquetá. Ya después viene el despeje del Caguán y estamos en esa área que es de agricultura, de ganadería, muy poblada. Nos movíamos hacia La Macarena; por ahí anduvimos. Íbamos y volvíamos; con el tiempo construimos una casa inmensa.

En el Caguán, el camarada vivía inmerso en los esfuerzos de paz. El 7 de enero de 1999, no fue a la cita con el presidente Andrés Pastrana porque había personajes infiltrados, ubicados en puntos estratégicos para atentar contra él. Él tomaba con tranquilidad esos momentos de crisis.

El camarada pensaba que Pastrana hacía un esfuerzo para tratar de hacer la paz; tenía un concepto favorable de él. Se vieron tres veces. Y claro, para nosotros era muy importante encontrarse con un presidente. Él era un poco parco, no decía mucho sobre los encuentros con el presidente. Cuando se reunía con la comandancia, contaba algunos detalles.

Cuando se produce el secuestro de Jorge Eduardo Gechem, hubo momentos difíciles. Pero él siempre decía que había que reflexionar con cabeza fría, que no podíamos tomar decisiones a la carrera. Lo tomó con calma y dio la instrucción de hablar con ellos (el Gobierno) a ver qué decían.

Vimos por televisión cuando el presidente anunció el fin de la zona de despeje. El camarada dijo: ‘No tenemos nada más que hacer, vamos a seguir con nuestros planes’. Y esa noche dormimos tranquilos. La zona era inmensa y el enemigo no podía coparla metro a metro.

Estuvimos tranquilos unos 20 días; adelantamos el trabajo, evaluando y haciendo balance de la zona de despeje.
Durante los ocho años de Uribe, volvimos a nuestra actividad normal de guerrillas móviles, que es estar un tiempo aquí, desplazarnos; cambiamos nuestra rutina.

A su lado realicé diferentes actividades. Trabajaba con él en sus documentos. Era su asistente, su escolta; le leía libros. Le gustaban los temas políticos y militares. Leía las noticias, columnas, periódicos. Tenía preocupación de estar informado. Después de escribir un documento, siempre caminaba 30 o 40 minutos y regresaba para que yo le leyera lo que había escrito y hacer las correcciones. Yo veía películas y le contaba de qué se trataban.

Su rutina era de acuerdo con la situación que se viviera en el área. En los últimos años fue de levantarse a las 4 de la mañana. Las condiciones fueron cambiando y tocaba no alumbrar, evitar la luz. Así fue corriendo el horario de la levantada. Él hacía ejercicio, caminaba. Sólo lo suspendía cuando estaba muy ocupado, en reunión o en la elaboración de un documento. Era una disciplina. Luego veía las noticias, escuchaba radio, jugaba con las mascotas. Teníamos perros y gaticos. Observaba los gaticos por una hora; analizaba lo que hacían para cazar. Los admiraba, por la forma de acercarse a la presa. Nunca dejó de tener gatos y de observarlos. Tenía tres o cuatro.

Era un hombre muy calmado. Le molestaban el ruido, la conversadera y el murmullo. Le molestaba la indisciplina; era muy estricto. Disfrutaba el silencio para escribir. Escuchaba música de los hermanos Zuleta, Alfredo Gutiérrez, Pastor López, Escalona, la carrilera y la popular.

Como esposo fue muy comprensivo y cariñoso. Vivía pendiente de mí, si me dolía algo, si me veía triste. Fui feliz a su lado. Yo le cortaba las uñas; no cocinaba, pero estaba pendiente de la comida. Él, como buen paisa, comía frijoles, arroz; era infaltable la arepa. Siempre se llevaba el molino y el maíz. Él me decía: “Vieja”; yo le decía: “Viejo”.

Antes de mí, tuvo una compañera de nombre Jenny. Con ella tuvo una hija. Antes tuvo otra compañera con la que tuvo cinco hijos. De esos tuvimos tres con nosotros. Los recibí de 11, 9 y 6 años. Se hicieron hombres y son comandantes. Estuvieron con él hasta sus últimos días; fueron sus escoltas. Después de que falleció, ellos fueron un apoyo especial.

Tuvo otros hijos con una señora en la etapa de Marquetalia. Son siete, están mayores y escogieron su vida en la civil. No tuve hijos con él porque en la confrontación no hay cabida para hijos. Quise tenerlos, pero no se podía.

La muerte

El ataque fue fulminante. Creo que él se sentía enfermo y no nos dijo nada. Era muy fuerte. Ese 26 de marzo empezaba a oscurecer. Él ya había dado las órdenes, había recibido novedades del día y adelantado tareas del día siguiente. Estábamos los dos solos, listos para descansar; eran las 6:30 de la tarde. Íbamos a ver las noticias y de pronto me dijo: ‘Me falta el aire’. Y se desplomó. Murió en mis brazos, tal como lo dijo en el comunicado Timochenko.

En la unidad había una enfermera. Ella le hizo masaje cardíaco, pero no reaccionó. Hubo una alarma. Todo el personal llegó y nos acompañó en la noche. El cuerpo de mando dio la noticia al secretariado. Para todos fue una sorpresa terrible; teníamos dos antecedentes bastante negros: la muerte de Raúl y luego lo de Iván Ríos. Fue el marzo negro.

Las imágenes que se han mostrado dicen lo que fue: una sencilla ceremonia, entierro con la guardia, honores militares, calle de honor con armas al frente. No podíamos tener mucho tiempo el cadáver y menos en las condiciones de la selva. Así que lo velamos un par de días y ya.

Mi vida es la de una combatiente más, que cumple con las tareas. En la guerrilla no se lleva luto, no se viste de negro. Yo tuve mucho apoyo. Recibí cartas de todas partes. Me he dedicado a las comunicaciones, a enseñar a otros combatientes. La imagen de Marulanda y mía, que se utilizó como telón de fondo en algunos discursos, muestra la ternura de un hombre que han estereotipado como malo, al que niegan la posibilidad de tener expresiones humanas. Los conductores de la guerra han tenido su corazoncito.

Él hizo este ejército con sus manos, con las uñas; lo dejó con reglamentos, con normas estatutarias, con un régimen de comando, con un programa agrario, con la plataforma bolivariana. Eso fue lo que edificó durante su vida. Ese es su legado.”

/El Espectador

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